Recuerdo un día que veníamos en avión desde Tenerife hasta la capital mundial de vino de Rioja. El Airbus iba tan vacío que me podía pasar a mis anchas de una fila a otra en el interior de la cabina para disfrutar del impresionante panorama de la Península Ibérica a casi 10.000 metros de altura: a la derecha Sierra Morena y al otro lado una gigantesca franja con un mar de fondo que a mí me parecía Portugal, aunque a lo mejor era Isla Cristina o el mismísimo peñón de Gibraltar. El vuelo era tranquilo, relajado, sin apreturas y cuando más o menos, debíamos de estar en la vertical de Burgos, afloró metálica y sin eco la voz del piloto por megafonía: «Señoras y señores pasajeros, estamos intentando ponernos en contacto con la torre de control de Logroño, aunque sin suerte. Vamos a esperar para lograr establecer comunicación y en caso contrario llamaremos a control aéreo de Madrid para recibir órdenes». Miré a mi esposa; ella me miró a mí. Nos escrutamos los pasajeros uno por uno, nos remiraron las azafatas que no podían ocultar su hilaridad cuchichenado unas con otras. El tipo de la torre no estaba en la torre. ¿Pero dónde estaba el tipo de la torre? Corrieron las apuestas entre los pasajeros –la mayoría nativos riojanos– por lo que no les puedo describir con detalle las diferentes ubicaciones que imaginábamos. El avión dio una vueltecita por La Rioja, y no sé si por la emoción o por el manejo que tengo de Google Earth me pareció distinguir la teta de Grañón, los picuezos de Quel y hasta el león dormido, que desde el cielo más parece una salamandra que un felino. Volvió a hablar el piloto: «Ya hemos contactado y en menos de cinco minutos habremos tomado tierra». Al momento, aterrizamos… ¡Por éstas!
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y se llama Mira por dónde.