jueves, 21 de enero de 2010

AQUÍ LA MUERTE NO HUELE

Las imágenes de la muerte superlativa de Haití, de la destrucción más estridente jamás vista como consecuencia de ese armagedón tan sísmico como incomprensible, se amontonan en periódicos, telediarios e informativos. Bomberos y rescatadores heroicos colman primeras planas con un niño al que han arrebatado en un milagroso segundo de las mismas fauces de la muerte; las casas reducidas a la nada, la miseria más brutal, las rebeliones del hambre, el pillaje, el insomnio, la desesperación de haber desaparecido en una noche maldita ese inframundo infecto donde vivía la mayoría de los haitianos, sabiendo que ni había futuro y que a casi nadie nos preocuparía que no lo hubiese. Al fin y al cabo eran negros descendientes de esclavos. Ahora, tras el delirio de la tierra, tras el paseo de un superviviente sobre los cuerpos derramados de sus vecinos, la misma muerte se acomoda en el cuarto de estar y en nuestras mesillas. Pero es una muerte catódica, hertziana, de tinta negra; pero la muerte antillana aquí ni huele, aquí pasa como un asombro, como el rumor de un viento de lodo que recorre las estancias y las plazoletas pero que no deja ni una mota de polvo en las conciencias, acaso en unas semanas un recuerdo que pronto será sustituido por una nueva desgracia natural o política. Lo confieso, no sé cómo explicarles a mis hijos nada de lo que sucede; cómo se amontona el hambre, cómo se llenan las avenidas de coches y de luces mientras más de medio mundo se pudre en la caverna del olvido, en un alud de informativos con enviados especiales como cajas de resonancia de la misma nada. Haití se muere. ¿Se acuerdan del tsunami? Haití ya no existe, pero tampoco Irak y eso ya no le importa a nadie.


o Este artículo lo he publicado hoy en Diario LA RIOJA en una serie que aparece los jueves y se titula Mira por dónde.

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