No sé si se habrán dado cuenta pero hoy es Nochebuena y la Navidad inunda todo como si la vida se detuviera en un suspiro con un innegable acento que va desde lo poético hasta lo cursi, o de la creencia más profunda a nuestro desmedido interés por amontonarlo todo: regalos, menús, buenos deseos y cachivaches electrónicos cada vez más pequeños e inmarcesibles. La Navidad es un extraño alto en el camino al que no me permito odiar, apenas odio ya, pero que me irrita porque no creo en el niño Dios de los villancicos ni en todo el mogollón de confetis y ostras que parece rellenar cualquier vacío de nuestra mediocridad. Sin embargo, y aunque no lo parezca, existe una pesadumbre innata en cualquier buen deseo, un extraño conformismo que untamos en cava y que engolosinamos con nuestros hijos, principales víctimas de este brutal desmán incontrolable de toda suerte de presentes y artilugios. Tampoco tenemos misericordia con nuestros amigos, incluso con nosotros mismos, que pensamos que estamos por encima de cualquier avalancha pero que sucumbimos por un beso, por una felicitación o por una palabra amable de un jefe al que probablemente no aguantemos un segundo más. Esta Navidad de la crisis no me parece sustancialmente distinta a cualquier otra: las tiendas parecen llenas, los arbolitos parecen igualmente iluminados y nosotros parecemos tan buenos que apenas nos creemos capaces de haber hecho tantas cabronadas a lo largo del año. La vida tiene el ritmo de la espuma, la Navidad mantiene ese mismo diapasón y esta noche, quizás, me vaya a la cama con un atracón considerable y la barriga repleta de buenos deseos.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y que si titula Mira por dónde.