Aunque no soy aficionado a los toros, tengo amigos que sí lo son y me da pena que cada vez que se acerquen a la plaza sean increpados por una pandilla de energúmenos humanistas que no parecen tener nada mejor que hacer que amargarles la tarde a un montón de personas cultas y educadas que no se meten con nadie y llevan su afición con una discreción propia de los asistentes a una misa negra. Dejando aparte el asunto de los derechos de los animales (aunque a mí me cuesta entender que alguien que no tiene deberes pueda tener derechos), lo cierto es que el colectivo taurino, a diferencia de otros, no causa el menor problema de convivencia en nuestra querida ciudad. Disfrutan (o no) de la faena, se van a cenar para comentarla, se toman unas copas, se van a dormir y aquí paz y después gloria. Nada que ver, sin ir más lejos, con la actitud chulesca, prepotente y frecuentemente violenta que suelen adoptar los aficionados al fútbol sin que a nadie (incluida la guardia urbana) le parezca mal. Que yo sepa, los taurinos no se van a liarla a Canaletes, no destrozan el mobiliario urbano y no se lanzan, en grupos de cuatro o cinco individuos, a recorrer la ciudad en coche, borrachos, dando bocinazos y pegando berridos. Que yo sepa, los seguidores de José Tomás nunca se han liado a sopapos con los de Curro Romero. Y nunca nadie en una plaza de toros ha sacado una navaja, un bate de béisbol o una pistola (como sucedió hace años en el estadio de Heysel, ¿recuerdan?). Tampoco me consta que en el ambiente taurino haya pandillas de aficionados descerebrados a los que les dé por linchar al picador. Ni que se barajen unas cifras inmorales (sobre todo en plena crisis económica) como la que tuvo que abonar el Real Madrid por un tal Cristiano Ronaldo. Es decir, que me parece injusta la inquina que despierta esta pobre gente en ese extraño magma de independentistas, amigos de los animales, sociópatas antisistema y sensibleros de toda laya en el que consiste el colectivo antitaurino barcelonés, bajo el que intuyo una intolerancia, un dogmatismo, una falta de sentido del humor y una mala baba francamente preocupantes.
Respeto pero no comparto las razones de los abolicionistas. Y creo, sin que ello suponga desmerecerlas, que no habrían conseguido un respaldo popular tan amplio ni la toma en consideración parlamentaria de su iniciativa de no haber recibido el impulso –a mi juicio decisivo– de aquel estado de opinión proclive a marcar distancias de cuanto se considere hispánico, que gana terreno cada día que pasa en Catalunya. Por eso hace tiempo di por perdida esta batalla y no he participado en el debate, aunque me he manifestado siempre contrario a la prohibición de los toros, sosteniendo que es falso que se trate de una fiesta ajena a la tradición catalana (los toros son una fiesta mediterránea, ritualizada –eso sí– a partir del siglo XVIII en la Villa y Corte, y en los cortijos), y añadiendo que una tradición tan arraigada como esta merece desvanecerse en su caso por consunción, sin afrentarla a la hora de su ocaso con un repudio formal. Y si hoy –cuando todo el pescado está ya vendido y se ha iniciado el proceso que lleva a la erradicación de los toros en Catalunya– vuelvo sobre el tema es solo para formular un ruego a nuestros legisladores. Me ha venido a la cabeza al recordar cómo termina la novela Quo Vadis. Lo hace con una carta de Petronio dirigida a Nerón, en la que –con aquella verdad que resplandece siempre al acercarse la muerte– el artista se despide del déspota diciéndole –cito de memoria– estas o parecidas frases: «Envenena pero no cantes, asesina pero no bailes, martiriza pero no toques la cítara». Pues bien, dejando al margen a aquellos diputados que voten por auténtica convicción proteccionista, a los que respeto, lo que yo les pediría al resto –sin duda numeroso– de legisladores catalanes que por mandato legal ostentan mi representación es que, llegado que sea el momento de la decisión final, voten lo que sin duda van a votar, pero –por favor– que no me den explicaciones altisonantes de su voto, que no me den lecciones de moral y de civismo, que no me quieran hacer creer que la razón profunda de su decisión es el pensamiento abolicionista. No les voy a creer. Sé quin peu calcen.