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El toro se mueve embebido en una muleta mandona pero para nada enervada. Todo el lance se llena de una asimétrica ductilidad en que la se mezclan sonidos de una vieja torería y ese gesto de Urdiales sentido y clásico con el que se conduce por los ruedos. Me gustaría ser torero para que alguien me dibujara así, con esa plecara inocencia de los que paladean el arte. Me gustaría ser torero por miles de razones, pero una de ellas es la comunicación que se traza con el toro con esa gramática alucinante de la muleta y los toques. Y es que con la misma precisión con la que Diego materializa en lance, Carmelo, mi amigo Carmelo, lo retiene en su mirada mientras fermenta en las noches de invierno hasta que ¡zas! aparece un correo con regalos tan formidables como éste.