Apenas consumo televisión y por eso no distingo muy bien la diferencia que existe, si es que la hay, entre Belén Esteban y Ortega Cano; no sé exactamente cuál de los dos se enrolló con Jesulín, o si la Duquesa de Alba tiene un novio o un hijo que se llama Cayetano, Miki o Toni. Duques, princesas y gigolós sin más mérito que su transparente y recaudatoria promiscuidad salen en la tele y destapan sus vergüenzas con millonarios efervescentes que se lían con amigas de los amigos de sus hijos en fabulosos deportivos, mientras un tupido enjambre de periodistas les rodea con cámaras y micros a ver si sueltan la última infidelidad para que el vulgo (es decir, usted y yo, para no ir más lejos) disfrute con estos paisajes de bragas y calzoncillos derramados por los platós. Y luego -cambia la música, cambia el presentador- y te sacuden con el telediario y tras la sangre azul zaherida (obviamente, por amor), las pantallas amigas empiezan a vomitar su truculenta dosis de sangre roja, fresca o reseca, que mana en países lejanos: Irak, Afganistán se llevan la palma con sus bombazos; aunque los comensales también disfrutamos con la ración diaria de políticos con grilletes que en el increíble intervalo de media mañana son capaces de reunir una fianza de un millón de euros para salir del trullo. La tele es un gran invento, te sitúa en el mundo con musiquitas y cabeceras, y mientras yo me comía un filete, pude observar con horror, aunque sin moverme de mi asiento, que Raúl está triste pero que es imprescindible, que cada día hace más calor en la Tierra y que Tiger Woods se lo monta a lo intercultural para que no le acusen de negro cuando le pone los cuernos a su rubia esposa.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que se llama Mira por dónde y que aparece los jueves.