El toreo no sabe de estaciones; ni de temperaturas. La mañana en la finca de Sergio Domínguez en Calahorra era gélida, una niebla para nada espesa acentuaba la sensación de frío, y entre la bruma sólo algún rayo de sol perezoso nos recordaba lo seco de este otoño extraño e indefindo. Otoño de crisis y de paro, otoño de despidos, de incertidumbres y de miedo, otoño en el que el toreo tuvo la virtud de recordarnos que vivimos, que el mundo gira, que las estaciones continúan su ritmo inapelable y que a veces de la yemas fluye algo que no tiene explicación, aunque tanto nos duela a los cronistas...
Era casi invierno; y un toro alambrado nacido para ser recortado tuvo la infinita suerte de morir ayer embebido por el temple. Germán, Carlos y los demás amigos de Toropasión nos dieron cita para volver a ver a Diego Urdiales ante un toro. No era un tentadero, ni una prueba... Era, sencillamente, uno de esos momentos que surgen y se aprovechan.
El toro, frágil de patas, tenía esa nobleza boyancona de de las vacas suavonas por el pitón derecho, por el izquierdo se acostaba y se quedaba corto. Y exactamente por ahí le plantó cara Diego Urdiales para lograr muletazos llenos de enjundia, de conocimiento, de torería. Hacía casi dos meses que no había visto un pitón pero parecía tan singularmente despejado que daba la sensación de que la temporada no se le había terminado.
Toreó con fragancia, con sutileza y empaque. No había nada más que torería y ritmo, compás y sentimiento. Gozamos y nos reencotramos una mañana gélida de otoño con un matador al que ya le sueña la primavera.
o Las fotos son de mi hijo Mario, un chavea de 10 años que donde pone el ojo encuentra el arte.