miércoles, 11 de noviembre de 2009

El toreo es la gramática de unos pocos elegidos

El toreo no sabe de excusas; se ahorma con gallardía o se pasa por allí como un bosque vacío, sin pájaros ni helechos, sin veredas por las que no se pueda caminar.

El toreo se dice sin estrategias preconcebidas, se plantea por derecho plantándole a la misma muerte su destino inmarcesible.

Por eso el toreo es la gramática de unos pocos elegidos, de los que saben de la elegancia en momentos imposibles, los que recitan a Bécquer con la mirada perdida entre un afán de cuchillos prestos al asesinato.

El toreo, al fin, supone una victoria de lo necesario ante lo inconsistente; del poder brutal y artificioso de la muleta frente a la incontinencia del instinto más poderoso.

El toreo se dice lentamente, sin obviedades, sin paráfrasis, sin estrambotes lingüístiscos pero con estilo y pausa, con la cadencia de un relato borgiano o con la admirable precisión descriptiva de los poemas de Benedetti. Por eso se construyen poderosas metáforas en cada corrida auténtica, en cada uno de esos atragantones que de cuando en vez nos sugieren que es la más alucinante de cuantas disciplinas hayamos conocido.

Miro a la muerte pero no veo de ella más que un rastro de melancolía, de afanes pasajeros que irrenunciablemente me llevan a admirar a estos personajes, los toreros, que hacen de mi frustración el mejor de mis complejos.

Sé que nunca seré uno de ellos, me irrita no pertenecer a su estirpe mítica...

Lo sé y sólo me consuelo tratando de describir la maravilla infinita de ese don que ni puedo comprender y que ni siquiera alcanzo a rozar... pero al que admiro con el tesón de un enamorado.