Tiene Pellegrini una cara seca por inexpresiva y lánguida, una cara que no es ni de broma ni de bronca, una cara plana en la que sus facciones adustas se desdibujan sin rematar ni un ápice la contundencia que se presume a una nariz tan afilada o a una boca recta sin apenas labios. A mí, que soy calvo prematuro (es decir, que con veinte años ya conocía sin tapujos para lo que no valía un peine) me saca un tanto de quicio la forma con la que corona su flequillo, con las sayas vueltas del revés pegándose los mechones una especie de respingo oblicuo que por antinatural no tiene más remedio que ser premeditado y nacido de una estrategia sin duda lícita, pero que quizá no sea más que una metáfora del paupérrimo fútbol que es capaz de inspirar a la legión de megaestrellas y multimillonarios apáticos con los que convive en el vestuario.
Pero volvamos a su cara para detenernos en esos ojos levemente azules de ingeniero con los que no mira cuando le preguntan los periodistas. Los tiene abiertos en las entrevistas, en el banquillo, quizás en los entrenamientos, pero en sus párpados se atisba toda la zozobra que origina el miedo a los que se sienten incomprendidos. Manuel Pellegrini, que no es tonto, sí parece transparente y eso le traiciona ante los forofos del Madrid, aunque le da crédito entre sus admiradores de Vía Layetana y la Diagonal, que son los que mejor comprenden su ausencia de rabia. Pellegrini es ingeniero y cartesiano, honrado y calculador, pero carece de corazón, y aunque a su tupé no le apetezca someterse a la ley de la gravedad, cae por su propio peso que tras un ridículo tan estrepitoso como el del lunes lo más conveniente es decir: «Señores, he fracasado y hasta la próxima...».
Ah, y que lo solucione Valdano, el del pelo ensortijado.
o Este artículo lo he publicado hoy en el Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y que se titula Mira por dónde.