Amarillo barquillo iba José Tomás, con el vestido más raro de la torería: bordados de estrellas y alamares como flores de lis, con invisibles adornos de bisutería verde y los cabos blancos de delicada seda.
Melena de león, ojos de lince, y esa sonrisa abierta y tímida, preclara y subconsciente, en la que aflora un niño a pesar de ese tibio mechón de canas que cae en caracolillos por la frente despejada.
Hay un rumor de lejanas batallas en sus ojos. En la melancolia de sus muslos ajados, una intensidad de tantas guerras vividas, de un miedo que se asienta en los hombros y baja como la gangrena por las nalgas hasta los tobillos.
En José Tomás el arte no lo imponen los cánones, ni los exquisitos, ni los tribunales de la pureza, ni los policías; José Tomás, de amarillo barquillo y de oros mexicanamente geómetricos, sigue teniendo el ritmo difuso de los elegidos, la tragedia de su muleta tiernamente asida, el temblor natural de quien se juega el porvenir en cada día de corrida.
Y usted y yo ahí, en el tendido, y él dispuesto a morir de amarillo barquillo, bordados de estrellas y oros geométricamente mexicanos.