Diego Urdiales rubrica con éxito su encerrona benéfica ante seis toros en una tarde marcada por la emoción, su toreo a compás y el llenazo de un coso que vivió su última función con la pasión desbordada de los aficionados
La torería es un adjetivo a veces impreciso, pero complejo y rotundo; es una palabra líquida, un concepto también manido y recurrente del que se sirven los cronistas con demasiada frecuencia para explicar el fulgor del toreo casi a secas, para desentrañar las razones por las que un ser humano se olvida del instinto de supervivencia por abandonarse ante un toro, para desmadejarse por dentro y subrayar con aroma y empaque el significado poético de la tauromaquia -¿Acaso puede existir otro?-. Es decir, exactamente lo que hizo Diego Urdiales ayer en Arnedo, vestido de azabache e hilo blanco, y con su corazón latiendo al ritmo del gentío que le acompañó en su bellísima gesta benéfica, ante esa escalera de seis toros por la que fue escalando peldaño a peldaño despreocupándose del palizón, de la cornada en la mano que le propinó el tercero, de lo incierto de más de un enemigo, o de ese viento racheado que acompañó una de esas tardes memorables a las que nos tiene acostumbrados este torero de cintura diminuta y perfil aguileño que ha hecho del compás su identidad como artista.
Compás y ritmo: «Ésa es mi meta», resumía el matador en la enfermería mientras le suturaban la piel de la mano con doce puntos como grapas que caían en su palma, precisamente uno de los lugares esenciales donde le brota el toreo y que le hacen evocarlo exactamente con las yemitas de los dedos. Y es que ahí radica la mejor fragancia de Urdiales, y toda ella la exprimió con el de Guadalmena en una faena dictada al ralentí, marcada por la hondura y una armonía velazqueña con esa luz del atardecer que en ese mismo momento resbalaba por los tejadillos que protegen las gradas de la vetusta plaza.
Luz otoñal y toreo de primavera, pinceladas impresionistas que desde la barrera se cerraban en sí mismas con la rotundidad de la obra recién consumada. La tarde, ventosa y fresca, se había puesto cuesta arriba por el proceloso devenir de los tres primeros toros. El primero, noblón, tenía el fondo de pitiminí: «Me he podido gustar sólo un tanto así», decía Diego a su gente; el segundo, de una divisa de postín -El Pilar-, salió descordinado. Su apoderado, Villalpando, lo vio al momento y rubricó su desconsuelo con un manotazo de rabia en la barrera. Retumbó el maderamen del coso con un desazonado alarde.
La cornada en la mano
Y llegó el tercero, el de 'Carriquiri', noble pero incierto y cuando Diego lo pasaba por la izquierda, llegó la voltereta y la cornada en la mano. El sobresaliente, Miguel Ángel Sánchez, lo despenó con oficio y los móviles crepitaban por el callejón y los tendidos: «¿Qué tiene? ¿podrá salir?.... Y salió sin un gesto de dolor unos veinte minutos después, quizá media hora. No había dramatismo porque la torería -la escuela más sobria de la vida, que escribió Víctor Gómez Pin-, no entiende de gestos vanos ni estratégicos: el torero sale al ruedo sin remiendos ni descosidos, aunque lleve un carro de puntos, una paliza soberana o una cornada. Y apareció el cuarto -«con ese me he sentido»-, el de Guadalmena, castaño oscuro, casi retinto, tocadito arriba, noble y con son. Entonces brotó el misterioso compás: «Qué ganas tenía de torear así en mi casa», remarcaba al final de la vuelta al ruedo gloriosa con los máximos trofeos y Claudia, su pequeñita, en brazos. La plaza toda, puesta en pie, le jaleaba: ¡torero!, ¡torero!, ¡torero!... Hubo manoletinas de escalofrío y un espadazo contundente, como varios más de una tarde inolvidable. El quinto, colorao y regordío, fue un núñezdelcuvillo de los que quitan el hipo y el sitio: «Muy exigente, aunque bravo», un punto violento que cuando se vio sometido por las espadas como labios (la destrucción o el amor, de Aleixandre), dejó hueco para una oreja más. Qué más da, si son despojos. Urdiales acabó en la enfermería, dichoso, pero no exhausto. Torero y muy dichoso. Total ná.
o Esta crónica la he publicado hoy en el Diario La Rioja; la foto es de Carmelo Bayo