Un juez catalán ha dictaminado que llamarle hijoputa al jefe no es motivo de despido dada «la actual degradación social del lenguaje» y que en muchas ocasiones «puede verse mermada la animosidad injuriosa» de tales expresiones. Eso sí, me imagino que esta sentencia no significa dar carta blanca para arrojar improperios y venablos verbales contra los mandamases y superiores en oficinas y fábricas, redacciones y laboratorios o bancos y cajas. No, porque un jefe es un jefe y si es jefe es por algo, aunque muchos no lo terminemos de alcanzar. Tengo para mí que este juez del Tribunal Superior de Cataluña en un arrebato de sensibilidad o de socialismo utópico, de creer que el ser humano es intrínsecamente bueno, tuvo un alto sentido de la compasión para con el abnegado trabajador al que habían despedido por soltar dicho improperio al gerente. Y el gerente allí, tachado además de «loco», haciéndose los ojos petazetas con la actual degradación social del lenguaje, que como eximente, oiga, no tiene precio.
Yo soy autónomo, por lo tanto no tengo jefe; es más, soy mi propio jefe y a veces cuando me insulto a mí mismo –¿usted no lo hace?– lo digo por derecho, sin ambages e incluso en voz alta. Les mentiría si ocultase que en ocasiones he pensado en despedirme, pero ya se sabe que en España a los emprendedores se les supone tal alto sentido del deber que incluso en estos momentos de crisis brutal no debemos bajar las manos por muy reviradas que se presenten las curvas. Ser jefe no es cuestión baladí; aunque siempre ha habido clases. Por eso recuerdo ahora un artículo de Joaquín Vidal en el que decía que «un servidor se levanta por la mañana, empieza a saludar jefes y no para hasta que se acuesta al amanecer».
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y que tiene por título Mira por dónde.