Quizás al abandonar el ruedo de la plaza del Paseo Zorrilla, cabizbajo y zaherido, Diego Urdiales tuvo un momento para añorar a los toros de Victorino Martín con los que últimamente se ha jugado el tipo con singular gallardía, tan imponentes ellos, tan duros, a veces tan cabrones. Quizás, el torero riojano maldecía su suerte o a la vaca que trajo a este valle de lágrimas a los dos lamentables astados con los que tuvo que pechar en una de esas ferias con las que sueñan los toreros y que ayer vio pasar el arnedano como un suspiro, como un tren al que no sería capaz de montarse ni Usain Bolt, por mucho que corriera. Toros como los de ayer, que no permitían ni jugarse la vida, ni en pintura. Toros o lo que sean porque en su anatomía no albergaron más que mansedumbre a raudales, aburrimiento y esa mortal decepción que lleva al toreo al cataclismo. Y eso que el festejo había comenzado bien, ya que los dos primeros astados de la corrida dejaron a sus matadores expresar la tauromaquia -poca o mucha- que llevaban bajo sus refulgentes vestidos de seda y oro. De hecho, el segundo ejemplar del envío del ganadero salmantino tuvo la virtud de la movilidad, de una boyantía un tanto alocada a la que no fue capaz de acoplarse un Antonio Barrera superficial y encimista.
Los presagios eran buenos. Pero en ese momento saltó al ruedo el primero del torero riojano y a medida que fue avanzando la lidia se iba comprobando como el toro aquel, chusco y manso, no tenía la más mínima intención de embestir. A pesar de todo, Diego, repleto de moral, lo entendió perfectamente y sacó los que hasta el momento iban a convertirse en los mejores naturales de la tarde. El toro se vio podido y se negó a embestir. Ferrera logró lo mejor de su tarde con las banderillas del primero: fue por derecho, se jugo el tipo y no le hicieron caso. En el cuarto saltó, percutió, jugueteó con el astado y las palmas echaron humo. Sus dos faenas, cortadas por el mismo patrón, se desdibujaron con la voz muy alta y la muleta tan retrasada como casi siempre. El quinto, manso a lo Atanasio, se dejó en la muleta y Antonio Barrera perdió la oreja al pasarse de faena y fallar con la espada tras recibir una voltereta absurda al cuadrar al animal.
Pero lo peor para Urdiales llegó en el sexto, un toro cobarde que tenía buen son pero que al verse podido con la franela, especialmente por la izquierda, tomó las de Villadiego huyendo clamorosamente al refugio de las tablas. El riojano comenzó con guapeza por abajo -un trincherazo fue de cartel-, le dio sitio, se tragó una serie en redondo y se hizo añicos la faena. Una pena, una tarde más para Diego en la que la falta de materia prima echó por tierra sus ilusiones. ¡Qué venga Victorino!
o Toros de Charro de Llen, bien presentados y muy astifinos, aunque desiguales de hechuras. Mansos, descastados y con pocas fuerzas. El mejor, el lidiado en segundo lugar, que sin mucha humillación se movió con boyantía. El lote de Diego Urdiales fue infame: muy apagado el primero y manso, deslucido y rajado su segundo. Antonio Ferrera: saludos y saludos tras aviso. Antonio Barrera: oreja y vuelta tras aviso. Diego Urdiales: saludos y silencio tras aviso. Plaza de toros de Valladolid, menos de media plaza en tarde bochornosa. 8 de septiembre de 2009
o Esta crónica la he publicado hoy en Diario La Rioja, y la foto es de Burladero.com