Escribir una columna en San Mateo, entre toro y toro y con más de alguno tocando los costados desde el amanecer hasta que sale el sol, conlleva riesgos como perder la perspectiva y pensar que en el mundo no hay más que toros, apartados y ambigús. Y es que la adrenalina que dimana desde La Ribera no es cuestión baladí a pesar de ese remanso de satisfacción que supone el toreo de Pablo Hermoso de Mendoza y su afán creativo o el desmayo de Diego Urdiales con la muleta.
Y entonces, entre los toros afeitados (presuntamente, claro) y la coleta natural y abstraída de Morante, aparece el gran Joan Laporta, ese abogado barcelonés que preside el Barça tri-trionfant y que es capaz de ponerse en pelotas en un aeropuerto, tirar a su chófer del coche por no correr lo suficiente o explicarle a Revilla y a sus anchoas, tras un gol de Messi, que España, este país en el que vivimos, soñamos, nos cabreamos y amamos, tiene machacadita a «su» pobre Catalunya; torturá, que dirían por Dos Hermanas.
Tengo la sensación de que a mí, que no me gusta el fútbol, me importa más el balompié que a Laporta, que ha confundido a lo que se vanagloria de predicar que es más que un club con un fabuloso trampolín mediático desde el que saltar del palco del Camp Nou a la Generalitat para saldar esas cuentas pendientes que tiene su Catalonia (freedom, por supuesto) con Albacete o el Maestrazgo, territorios que sólo tienen entre ceja y ceja esclavizar a la gente del Garraf o pisotear a Santa Coloma de Gramanet.
Es patético -peripatético, que decía la comandante Riply en Alien- que este abogado barcelonés, tan bien peinado y tan culto, ande diciendo mamarrachadas por el mundo escudándose en la senyera o la bandera de un club de fútbol para precipitarse por el universo mundo de la política con tantos prejuicios y mala baba.
o Este artículo lo he publicado hoy en el Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y que se titula Mira por dónde.