Algunos niños van al cole como fierecillas amansadas buscando reencuentros con amigos casi olvidados por el ajetreo estival. Otros miran de reojo los parques a su paso; saben que se ha terminado la libertad y que empieza el coñazo de las mates, de la lengua y del conocimiento del medio. Los más formales -y precavidos- no separan su mano de la mamá protectora, esa que siente que deja algo íntimamente suyo en manos de un desconocido/a y rodeado de decenas pero pequeñas malas influencias. Los padres y las madres por las mañanas se arremolinan en los patios de los colegios antes de ir a sus asuntos; se cuentan sus veranos, hazañas náuticas incluidas y las comilonas en noches de verbena bailando el cha-cha-chá (del tren).
Un pequeñajo llora en aquella fila porque a su hermana le sienta muy mal que le tire de las trenzas y le ha arreado un gañafón en la misma cara. Suspira, se encoge de hombros con los mofletes casi escarnecidos mientras otro se come los mocos a su lado, indolente, a sabiendas de que por mucho que se queje va a tener que ir a clase de todas las maneras. No hay escapatoria, barrunta.
Y luego, están los niños rezagados, hijos de padres tardíos y de abuelos que eran incapaces de llegar a la hora prometida a cualquier cita. Esos son los míos, los que llegan tarde pero cargados de buenas intenciones, los que prometen cada día hacer mañana lo que ha sido imposible rematar hoy. A quién le importa el tiempo si siempre se acaba todo. Pero la fila del cole, socializadora como ninguna, no entiende de convulsiones ni de personalidades, no sabe que a veces las galletas se atragantan, que las sábanas se pegan o que a mitad del camino nos habíamos dado cuenta de que el pequeño iba con zapatillas de casa. Se llega o no se llega aunque haya terminado el verano y siga haciendo mucho calor.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en uan serie que se llama Mira por dónde y que aparece los jueves. La foto es de Fernando Díaz.