Usain Bolt es el hombre más rápido del mundo; la auténtica bala humana, el suspiro que hace retroceder al viento merced a un insuperable impulso que tiene carácter primigenio, pero que al mismo tiempo se ha depurado como un verdadero bólido de carreras en un sinfín de túneles aerodinámicos, con entrenadores que coquetean con laboratorios de zapatillas y constructores de pistas para extraer de la raíz cuadrada del rozamiento el paradigma de la flotabilidad.
Corre con la elegancia de un gamo y parece que lo haga sin esfuerzo, con la rara habilidad que ofrece la destreza de la genética, con la seguridad de que nadie va a ser capaz de engancharse a su estela mágica. Por eso, cuando los demás depositan su mirada en la meta, él ya ha batido cualquier marca insuperable.
Me pregunto cómo es posible que Usain Bolt y yo -sin ir más lejos y para no buscar ejemplos más descabellados, aunque existan muchos, oiga- podamos pertenecer a la misma especie. Si nadie me demuestra lo contrario, Bolt tiene dos piernas como las mías; brazos, corazón y hasta una vejiga más o menos estándar. Sin embargo, el tío vuela sin alas, ni flaps y no necesita ni tarjeta de embarque ni pasaporte para adentrarse en los confines de ese infinito de la lucha contra el cronómetro. Pero Bolt sabe que se retirará sin haber hecho la mejor carrera; la meta soñada no le pertenece porque en un año vendrá otro superhombre que dejará en nada sus estratosféricas marcas. Ésa y no otra es la esencia de la velocidad: el deleite puro convertido en pura inconsistencia; un reto tan sutil que en menos de lo que dura un parpadeo se abre un hueco infinito entre Bolt y los demás. ¡Qué tío!
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y que se titula Mira por dónde.