A Morante le ha cogido un toro en el Puerto de Santa María; un sobrero de Mari Carmen Camacho colorao y astifino que le pisó la muleta cuando ya arrastraba el alma con ese bisbiseo suyo que no se puede explicar, con esa forma de hundirse en el centro geométrico de cada suerte para encardinar los muletazos con toda su anatomía rota de sí misma, desmadejada por ese inaudito compás de gracia y misterio que tiene desde la primavera hasta lo que vaya quedando de verano austral. Y no me pregunten de calendarios porque Morante es el torero espiritual por excelencia, aunque el sobrero aquel, en su sino de toro, no supo ni quiso saber de literatura más que lo justo: cercenar la faena y taladrar el muslo del artista hasta dejarlo tirado en ese abismo solitario y trágico de los medios como un pelele atribulado.
Iba Morante vestido con tonos grosellas y remates negros; un corbatín como el de Lord Byron y esa coleta tan de Joselito El Gallo y tan del siglo XX, que ahora, en el XXI, a muchos les parece una provocación estilosa o una pose sin más. Porque Morante, dicen, es un tipo raro: no habla mucho (más bien musita), fuma puros y tiene un peluquero que le arregla la cabellera tipo Jim Morrison. Posee la rara identidad de los artistas consumados y eso, en estos tiempos tremendistas y huecos donde sólo valen los gritos y las desmesuras, provoca la ira contemporánea: el que no entre en el cliché determinado es que está loco; o peor todavía, es un enfermo incurable que sólo pretende incordiar. ¡Ayúdenle! !Persuádanle! ¡Cúrenle! ¡Olvídenle!
Morante herido con su corbata de Lord Byron me recuerda a un libro que nunca empecé seriamente a leer: El Ulises, de Joyce, que decía que «un dolor, que no era todavía el dolor del amor, le roía el corazón». Como a Morante el arte.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y que se titula Mira por dónde. En el blog lo ilustro con esta bellísima fotografía obra de Paloma Aguilar.