
Sin embargo, en la misma medida que afino mi habilidad digital por los teclados de la ionosfera telemática me siento más incapaz e inútil para navegar en la realidad. Por ejemplo, tengo un bolso que me humilla: como está dotado de múltiples bolsillos con cremalleras y velcros, casi nunca soy capaz de recordar dónde diablos he puesto las llaves o el monedero. El otro día, sin ir más lejos, lo tuve que vaciar enterito en un bar para poder pagar una cerveza. También he comprobado cómo ha aumentado mi de por sí natural tropezar con puertas, mesas y sillas y cómo ninguna esquina o saliente de mi casa me es ya ajeno. Últimamente no me entiendo ni la letra y estoy empezando a dejar de escribir sobre papel.
¿Estoy enfermo? Me pregunto. Creo que sí. ¿Tengo cura? Vuelvo a interrogarme sin más contestación que una caída de ojos. Desde hace unos días barrunto seriamente desconectarme una temporada. Y me da un miedo pavoroso no saber nada de mis más de cien amigos virtuales de Facebook (c-i-e-n, que se dice pronto). No contarles nada, pasar desapercibido, como si me hubiera tragado el espíritu que sin duda habita en mi bolso.
o Este artículo lo he publicado hoy en el Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y que se titula Mira por dónde.