Recuerdo un tiempo paradójico en el hit parade interplanetario en el que con la misma cadencia con la que Julio Iglesias se ponía más moreno, Michael Jackson esclarecía su piel y afilaba una naricilla que a fuerza de meterle bisturí se fue desdibujando hasta quedársele como un colibrí, como un estrambote o como un chicle pegado en una pared encalá.
La vida moribunda de Michael Jackson fue una carrera absurda contra el destino hasta convertirse en un adefesio con mascarilla que ha sobrepasado todos los límites de la modernidad en un continuo naufragio donde se le fue yendo la vida entre portadas de discos, un inmenso arsenal de fármacos -vía oral e intravenosa-, padres cainitas, mujeres despechadas, demandas y acusaciones y una triada de hijos «superblancos» concebidos por inseminación artificial lejos de esa guarida de oro llamada Neverland.
Y es que todo en Michael se medía por millones de dólares: su deuda, sus ganancias, el valor de los derechos de autor de sus discos (y los de The Beatles, que él poseía), el pezón rebelde de Latoya -su hermana negra- y sus ridículas e insaciables extravagancias. Porque aunque se haya muerto, Michael era la quintaesencia de lo ridículo, de un querer ser exactamente lo único que no podía lograr a pesar de tener el mundo entero rendido a sus pies. Bad se fue rodeando de un gran infierno, consciente o colocado, ebrio o sereno; el caso es que se forjó la leyenda de un descontento al estilo del Tío Gilito: navegando entre los discos de oro al final siempre le surcaba el rostro una lágrima de insatisfacción. Y se fue muriendo mientras se le caía el pelo y el picotazo de las drogas le iba royendo su blanquecina pero acartonada epidermis. Y ahora espera el monumental lío de su herencia, el disparate final de la odisea de un personaje tan irrepetible como patético.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y que se titula Mira por dónde.