Una vez le pregunté a Juan Mari Arzak quién era el cocinero al que más admiraba y me miró a los ojos a través de unas preciosas gafas metálicas con ribetes coloristas. No titubeó ni un segundo el crack donostiarra: Lorenzo Cañas, me dijo sin una duda, sin afectación, sin buscar esos localismos absurdos ni regalar los oídos con el apellido de uno de los grandes cocineros mediáticos. En otra ocasión, comiendo con varios de los mejores chefs de Barcelona, les pregunté directamente por él: «Es un maestro, un cocinero superior y un hombre de una pieza».
Yo ya lo sabía porque penetrar en su cocina es algo así como trasladarse a una especie de paraíso interior donde ni una mota de polvo encuentra asiento, donde cada detalle se cuida con un mimo casi obsesivo, donde el vino de Rioja reina con más intensidad que en muchas de nuestras bodegas. Lorenzo cocina con la sabiduría de generaciones, con la ternura de un enamorado y con la pasión de un creador. Porque a Lorenzo, que es un clásico, también le apasiona lo nuevo, los investigadores que son capaces de abrir esas nuevas fronteras de la gastronomía para tratar cada producto con la paciencia de un orfebre y el vigor un punto enrabietado de la transgresión. Lorenzo es un artista y un tipo cabal que cuida los detalles más escurridizos sin dejar apenas un hilván a la improvisación. Pero su grandeza se acentúa todavía más cuando te gana en la corta distancia y te pasea con la memoria por su Merced, por aquel libro de Oro satinado con firmas que llevan la historia misma de La Rioja en su entraña, y por esa forma suya de decir las cosas dolorosas sin una mota de rencor ni desmemoria. Por cierto, Arzak también me dijo que no entendía como La Rioja se permitió el lujo de cerrar «uno de los mejores restaurantes del mundo».
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y que se denomina Mira por dónde.