El tiempo se desliza con un aire a veces melancólico. En otras ocasiones la propia vida es la mejor respuesta al calendario, a cada uno de los retos que van sucediéndose a través de los días y con los que inexorablemente toca apechugar sin opciones al desamparo y al maldito desaliento, que es la peor de las soledades, más dañina todavía que el desamor, más sediciosa que las traiciones. El tiempo no conoce treguas; por eso conviene vivirlo sin echarle muchas cuentas.
Caen las hojas de mi calendario y el diapasón sostiene los ritmos del día a día con el propósito firme de reencontrar aquella niñez ahora desperdigada entre las fosas de la memoria y alguna fotografía desvaída con rostros que ya no existen. No busco reinventarme con pantalones cortos –como cuando dejé de ser niño–, pero envidio sus carreras alocadas por los parques, andar con la cara manchada de chocolate y no preocuparse por nada que no tenga que ver con el ahora mismo.
Los niños viven para y por el hoy, prescinden de los malos recuerdos y en su memoria selectiva sólo queda impreso como un tenue algoritmo lo bueno, el regaliz aquel tan sabroso o el beso de mi madre tras una regañina etérea por haber despedazado un muñequito de cuando era niña que guardaba en el rincón más recóndito de su armario.
Los niños exploran la vida para conocer el mundo sin afanes de conquista. Los niños aman sin esperar nada a cambio; la paga es una dicha porque el dinero carece de importancia; hay malicia pero no se abona a la maldad de los mayores que casi todo lo que dan lo hacemos porque esperamos algo a cambio, porque queremos recompensas a cada paso. A ellos, sin embargo, les basta con que les quieran sin más regalos que una caricia.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y que se denomina Mira por dónde.