Siempre he leído que el toreo se mueve (y nos conmueve) por la ilusión que desata, por el qué será, por todo lo que esperamos de una tarde a la que soñamos como irrepetible, en la que hemos depositado todas nuestras ilusiones, nuestros anhelos, nuestras esperanzas.
El toreo también es una experiencia sensorial, un retrato del hombre que, embutido en un traje de seda y alamares, se perfila ante la muerte para condenarnos a la vida. El toreo es único (aquí no hay Democracia) porque lo que él hace sobrepasa, a veces, los límites de la razón pura para subirse al pedestal del héroe, para darse la mano con el Mito ante la admiración de todos los mortales.
Por eso admiro tanto al torero, porque es capaz de hacer algo que a mí sencillamente me parece imposible. Y a eso yo le llamo arte cuando además de la sobresaliente técnica fluye el sentimiento, el corazón, las tripas. Cuando se embelesa con el toro para crear, cuando se une a la embestida habiéndola sometido antes a través de una gramática precisa e inquietante: distancia, terrenos, colocación, altura, muñeca, toque, ritmo, suavidad.
El toreo abstrae la violencia sin un punto de mecanicismo gracias a un juego de pesos y contrapesos absolutamente delicado.
Y encima está José Tomás....