He crecido instalado en el terror a Chernóbil y todavía soy capaz de sorprenderme a mí mismo soñando con ser como Jane Fonda -la brava periodista- en El Síndrome de China, aquella peli de los setenta en la que una planta nuclear estuvo a punto de saltar por los aires muy cerquita de Los Ángeles. Es más, en una vespino azul que me compró mi padre coloqué una de aquellas míticas pegatinas de 'Nucleares, no gracias'. Yo era antinuclear por simpatía con el colectivismo ideológico de la izquierda que cultivaba mi cerebro y ejercía una suerte de reduccionismo de la realidad que otorgaba una suficiencia moral en la que todavía habita una gran parte de nuestra sociedad.
Pero los tiempos han cambiado y el calentamiento global es una verdad tan evidente que si se siguen consumiendo combustibles fósiles a la velocidad actual no va a haber nadie que pare la desolación del planeta. La sociedad devora electricidad y por muchos molinillos horribles que pongamos en medio de los paisajes y por más placas solares que coloquemos encima de los ayuntamientos, resulta imposible abastecer el ansia de nuestros interruptores.
Zapatero medita ahora cerrar Garoña (lo lleva en su programa) y seguir comprando a Francia más electricidad de origen nuclear para suministrar toneladas de kilowatios atómicos a una España que quiere ser verde pero que continúa dependiendo cada vez más del petróleo y del carbón para generar potencia eléctrica, a costa, eso sí, de seguir contaminando la atmósfera y de lastrar la competitividad de las empresas al depender de forma inapelable del exterior. Con este panorama, cerrar nucleares es un ejercicio de irresponsabilidad planetaria, se ponga Leire Pajín como se ponga.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y que se titula Mira por dónde.