Hoy hace un año de uno de los días en los que más he disfrutado de mi loca afición al toreo.
Aquella noche escribí esta crónica que publiqué en Diario La Rioja y en Toroprensa. Mi miedo, todavía me acompaña, era no estar a la altura de lo que había vivido minutos antes en Las Ventas, pero ésa es otra historia
Henchido de torería. Profundo, magnánimo, arrebatador. Inmensamente valiente; cabal e inalcanzable. Así salió ayer José Tomás al ruedo de Madrid, que es algo así como el hemiciclo de todas las Españas, como el malecón donde rompen las frustraciones y anhelos de un país que cuando no tira a sus santos por el suelo se entretiene elevandolos a los altares; de un pueblo que esperaba a su torero o con cuchillos cachicuernos o con el corazón blando como la espuma. Cada espectador, una facción; cada aficionado, un mundo, un sueño, un suspiro y miles de anhelos entreverados. Todos se citaron ayer en Las Ventas y todos, al final, aclamaron a José Tomás como rey de la torería, como amo y señor de un arte inmemorial que cuando surge como ayer en Las Ventas es, sencillamente, único. El caso es que llegó Tomás a Madrid y reventó la plaza con la invencible arma de su profundísima torería, de su valor absolutamente brutal y de una disposición que le hace arañar dentro de sí un misterioso resorte que sólo poseen los elegidos: un mecanismo que le hizo tirarse de cabeza entre los pitones de su primer toro para lograr las primeras de sus cuatro orejas. Es difícil describir cómo se lanzo a matar porque lo hizo zambulléndose literalmente en la anatomía del noble y bravo Dákar, desafiando la mismísima impenetrabilidad de los cuerpos, la ley de la gravedad y el principio de Arquímedes. Y claro, salió rebotado y la plaza toda hirviendo. Se estaba viviendo la primera de las dos grandes conmociones. Pero antes del momento supremo, el diestro de Galapagar –embutido en el precioso terno purísima y oro con el que reapareció el año pasado en Barcelona– se había entretenido en cuajar de forma extraordinaria el primero de sus astados y la parte que le correspondió del manejable toro con el que Javier Conde había recreado esa tauromaquia ausente y vacía que brota de su aflamencado deje. En ese turno se apareció José Tomás con un fajo de esas gaoneras suyas escalofríantes, en las que los pitones le pasaron a milímetros de sus caderas sin mover ni un hilillo de la comisura de sus labios, ni un músculo. La primera de sus faenas tuvo una construcción canónica: en redondo al principio para lograr después la apoteosis al natural. Comenzó por bajo, llevando al toro al centro del platillo donde planteó la faena sin darse ni una sola de las ventajas de la tauromaquia moderna. La planta absolutamente firme, el compás abierto para cargar la suerte y cada lance desde el principio hasta el final llevando la embestida cosida a los vuelos de su precisa muleta. Hubo algún parón en la mitad de la suerte. Ni se inmutó. En el platillo tomó la pañosa al natural y hubo alguno sencillamente inacabable, varios dictados como a susurros en los que la plaza literalmente se vino abajo. Terminó con ayudados por alto y por bajo, con el pase de la firma y con un ki-ki-ri-kí majestuoso. Dos orejas. Parecía imposible mejorar la obra consumada. Salió Conde, ante un gran oponente, y tras su refriega aúlica, llegó de nuevo el maestro de Galapagar. El quinto tuvo la virtud del recorrido y de una embestida buena, noble y emocionante. Francisco de Borja lo picó de bandera y José Chacón se lució con las banderillas. Si antes había brindado al público; ahora Tomás cogió en silencio su muleta y dio cinco estatuarios –pases del celeste imperio, que decían los viejos cronistas– sin moverse ni un milímetro y abrochados con un precioso remate. Ahora no estaba el en platillo: eligió el tercio y empezó a manar el toreo con un ritmo memorable. Se presentó el viento, pero dio igual, José Tomás invitó al mismo Eolo y lo toreó a la vez que al magnífico astado de Victoriano del Río, que era un bombón delicioso por su encastada nobleza. Naturales, trincheras, trincherillas y un trincherazo memorable. Redondos, pases de pecho de pitón a rabo. Tremendo su toreo, su valor, la belleza y el estoconazo con el que consumó una tarde histórica marcada por un mito que se hizo carne ayer en Madrid y para que se sepa. Esta crónica la he publicado hoy en Diario La Rioja y la increíble foto es de Gorka Lejarcegui, de El País.
o Feria del aniversario de Las Ventas: Toros de Victoriano del Río, bien presentados, serios, hondos y astifinos. Toda la corrida desarrolló nobleza, motor, calidad y bravura en distintos grados. En el caballo se emplearon con fijeza y varios metieron los riñones creciéndose en el castigo. Una corrida de muy buena nota que propició el triunfo de los toreros. Javier Conde: pitos y silencio. José Tomás: dos orejas y dos orejas tras aviso. Daniel Luque: silencio y ovación tras aviso. Incidencias: el Rey de España presenció la corrida desde una barrera, acompañado por la Infanta Doña Elena. Los matadores Javier Conde y Daniel Luque le brindaron la muerte de uno de sus astados. Plaza de Toros de Madrid, lleno de no hay billetes (24.000 espectadores). Jueves, 5 de junio de 2008