Trasteando por Internet en esos ratos que robo a la lectura para divagar entre páginas extrañas, algunas de ornitorrincos y otras de mujeres en cueros (esto es broma y me asusta que alguien como usted pueda pensar que un tipo como yo alberga semejantes debilidades), encontré hace unos días una maravillosa galería fotográfica de Álvaro Ybarra Zabala, un descomunal fotorreportero bilbaíno que con 19 años se marchó a Ruanda por su cuenta y que ahora trabaja para diversos periódicos y revistas tales como Abc, Time o Le Monde.
Pues bien, las imágenes de Álvaro versaban sobre una escuela taurina de una ciudad indeterminada: los muchachos toreaban con zapatillas nike embutidos en coloristas camisetas de equipos de fútbol. El casco de la moto y las llaves descansaban a lado del estribo de la barrera y las novietas/amigas estaban ensimismadas con sus héroes mirando en silencio la danza del toreo. Los torerillos, en chandal, imitaban a los grandes maestros: el misterio de José Tomás, la precocidad de El Juli, el arte de Morante. La luz era la de un atardecer gaditano, con ese aroma lejano de una bahía que expulsa por sus ojos el delicioso compás un tanto cubano de aquellas gentes.
Y mientras veía a los chavales lancear al viento, estirarse al natural o ensayar un par de banderillas ante el vacío, me dio por pensar en el negro futuro de los toros en Cataluña, porque cada día queda menos tiempo para la definitiva abolición de las corridas en aquella comunidad donde parece que no existen más problemas que la celebración de este rito. Así que como dice Arcadi Espada: «Es bonito pensar que a los animales a los que ponemos nombre no nos los comemos, pero a los toros se les pone, se les estoquean y se comen». Pues eso.
o Para acceder a la galería de fotos hay que pinchar aquí o directamente sobre la instantánea que ilustra este post.
o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y que se titula Mira por dónde.