He visto muchas miradas como las últimas de Antonio Vega, miradas entrecortadas por una trémula amargura carmesí que apenas se filtraba por sus párpados desvanecidos de tanto llorar, de tanta muerte presentida en un corazón en el que como pocos anidaba un enternecedor sentido de la vida, una distancia íntima entre él y la poesía sutilmente afilada de sus bellas canciones con las que susurraba un aliento casi siempre solitario. Antonio Vega, siempre delgado como un hilillo de saliba, siempre pálido, siempre enfermo, palpitando con el flequillo que rezumaba su frente para discurrir con languidez en esos ojos de porcelana entre cheli y sufí, un tanto acosada en los ochenta por el rumor de aquellas colegialas que le perseguían por los camerinos y el aullido de los camellos que se apostaban a la salida de los conciertos para quitarle el brillo a su iris a cambio de mil duros de estraperlo. Antonio Vega, el mismo que se dejaba llevar como un eterno Peter Pan arrasado por el viento más gélido de la movida, se ha muerto y con él me muero un poco yo y mi chica, mis colegas, aquellas camperas y una chupa de cuero que quizás guarde mi madre en algún desván imposible. Recuerdo sus temas, la ambigüedad inteligente e inflexible de una poesía entre melancólica y naif, los conciertos al borde del abismo y el sudor de su camiseta oradándole una piel sin vitaminas pegada a su guitarra. Un día desapareció en el abismo, quizás en el sitio de su recreo, quizás donde no le acosaran ni las chicas de ayer ni la memoria rutilante de una mentira de celofán que ahora evoco entre las crónicas de aquellas noches locas de los hoteles, los garitos de Malasaña y el murmullo agitado de sus manos de espuma.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y que se llama Mira por dónde.