A veces me acuerdo de cuando tenía catorce años y campaba con mis amigos por el instituto como un auténtico marajá, haciendo y deshaciendo el mundo a nuestro antojo, en una especie de estado de libre albedrío en el que la consigna diaria era desafiar todas y cada una de las normas de conducta. Me viene a la cabeza una profesora de matemáticas a la que cariñosamente apodábamos como 'La Cuca': no había clase en la que la pobre mujer no terminara absolutamente hasta las narices de nuestra panda de impresentables adolescentes, todos y cada uno tan llenos de acné como de hormonas en el fragor de esa pubertad que no teníamos ni idea de lo que era pero que estaba ahí, tan presente como el carro de suspensos en las notas.
Buena época aquella de gamberradas, y eso que no teníamos ni teléfonos móviles y ni mucho menos Internet para colgar en Youtube cualquiera de las hazañas presocráticas con las que tratábamos de ligarnos a todas aquellas lolitas que iban a clase y que por primavera empezaban a ponerse camisetas con tirantes. Ahora, los padres, si son internautas, pueden ver en la red cómo sus hijos lanzan las sillas de clase por la ventana, la gravedad del fuego al arder los apuntes entre en el pasillo que desemboca en el servicio o cómo se mete un 'voli' [sic] en el culo del profesor.
Así está el patio, mejor dicho, las aulas de un montón de institutos españoles que se han convertido en improvisados platós donde los cabestros/as (en esto no hay cuotas) hacen de su capa un sayo escudándose en eso de la minoría de edad. En Cataluña un profesor ha sido denunciado por requisar un móvil. Imagínense el género de la película que había en su interior.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y que se llama Mira por dónde.