El Gran Wyoming debe de ser un genio de la comunicación de masas pero a mí lo que se dice gracia me hace poca. Llega a ser tan divertido y creíble que cuando insulta y dilapida a una becaria que no era tal parece que es una rutina que se la sabe de memoria, que tiene por costumbre frecuentar la humillación hacia el débil para engrandecer su prestigio de periodista outsider e irreverente, exquisitamente rojo y un punto fascinado por el caviar, las tías buenas y el oro de Moscú. ¡Qué crack!
Estamos, amigos, ante la dictadura mediática de la generación de periodistas insultadores; ante ese género de comunicadores que para salir de su burbuja, y quizás de su mediocridad, recurre a la gracia pánfila y soez del brochazo por el brochazo, o de la barbaridad cotidiana para llegar a esa paradoja estrictamente española que es capaz de reunir en el mismo cesto a tipos como Federico Jiménez Losantos -lenguaraz supino que no conoce ni la modestia ni lo que supone pedir perdón por tantas falsedades vertidas-, y al colega Wyoming, que si hubiera sido de verdad tan arrojado como presume, en vez de insultar a la presunta becaria lo que tenía que haber hecho es subir al despacho del consejero delegado de La Sexta, Jaume Roures (al que el diario Liberation calificó como el 'Rupert Murdoch español'), e increparle a él, decirle lo que le dijo a la actriz reconvertida en azotada meritoria, y acordarse de su madre o de su padre, según le dictara el guión. Pero no, el moderno Wyoming recurrió al símbolo de la becaria a sabiendas de todas las connotaciones de tal figura: debajo de la chaquetita de diseño del guay asomó todo el pelo de la dehesa. Y no he visto a ninguna feminista airada, a nadie subiéndose por las paredes. ¡Qué país!
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y tiene por título Mira por dónde.