Emilio G. no pudo resistir el impulso que brotó de improviso de su corazón. Tomó una maza, se fue a la Herriko Taberna más próxima y se lió a mamporrazos contra las cristaleras que protegen a la indignidad y la chulería. Una vez taladrado su peculiar butrón, se metió en la cueva y no cejó hasta descuajeringar una tele, un dispensador de cervezas y dejar hecha añicos la barra y un cartel de esa cosa llamada plataforma D3M, pero que en realidad no es más que otra añagaza de ETA (y sus secuaces) para intentar burlar a la Democracia que les ampara y que, incluso y paradójicamente, les va a proteger en los tribunales del arrebato de un ciudadano que tuvo que pasar toda la noche tirado en la calle y contemplar en la amanecida cómo un artefacto había destrozado un piso recién reformado, pero condenado por el pecado de estar encima de una Casa del Pueblo. ¡Qué desconsideración vivir ahí!
Emilio G. no pudo más y expulsó su ira -acaso un nanogramo de ira- ante tanta desolación y dolor surgido de décadas de violencia extrema, de asesinatos y de demasiado silencio de una sociedad, la vasca, que en treinta años de Constitución y no sé cuantos de Estatuto, no ha sido capaz de colocar cada huevo en su cesto, y de una clase política marcada por el corto plazo y que en demasiadas ocasiones ha antepuesto el interés partidario por encima del derecho a la discrepancia o por encima de la libertad.
No aplaudo a Emilio G., pero entiendo la turbamulta de sensaciones que le llevó a coger la maza; no pienso corear su hazaña, pero me pongo en su piel y barrunto si su ira desatada se hubiera apoderado de mí en su misma tesitura qué hubiéramos hecho un tipo como yo, o como usted, sin ir más lejos.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y que se llama Mira por dónde.