Hay una especie de gólgota en la mirada de las gentes, un recelo y un qué nos va a pasar que se asoma a cada instante y que atasca los meandros de las conversaciones entre el humo de las cafeterías, las colas de los supermercados y las estaciones de servicio. Los peatones caminan por las aceras, y mientras sortean las obras del carril-bici, parecen absortos –como embebidos– al conjeturar multiplicaciones y divisiones para saber cómo diablos llegar a fin de mes sin la despensa vacía y con el suficiente resuello para que no nos devoren las letras. ¿Me va a tocar a mí? Barruntan. Mejor dicho, barruntamos casi todos cuando, por ejemplo, pulsamos el ascensor entre la turbamulta de los niños que se niegan mansamente a ir al cole por la mañana sin saber que el suyo es un destino privilegiado, ausentes todavía de esa tortura en la que se ha transformado la economía y que ahora sólo nos congela el ánimo y amordaza la esperanza. El miedo al paro se atisba pero también se huele y cuando se mastica se convierte en la peor de las condenas. Es desalentador el ritmo de las conversaciones, la hecatombe de las estadísticas y el sino cruel de los informativos.
Mientras tanto, nuestros gobernantes se enredan una y otra vez en la hidra de sus intereses: antes la culpa era de Bush; después de los constructores y ahora de los bancos. La oposición, aterida y escandalosamente atribulada, dormita enredada en retruécanos de espías y en trémulas conspiraciones palaciegas. Y los sindicatos callan..., y otorgan. España ofrece a los ciudadanos, en un momento gravísimo, la imagen de un país a la deriva, sin nadie capaz de tomar decisiones, sin el liderazgo necesario para no llevarnos a la bancarrota. Quizás suceda, que como hay elecciones, a nuestros líderes el futuro parece traerles sin cuidado.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y tiene por título Mira por dónde.