Recuerdo perfectamente el día que me asaltó en Portugalete la noticia del asesinato del jesuita y rector de la Universidad Centroamericana (UCA) Ignacio Ellacuría, otros seis miembros de la orden y una empleada de la facultad y su hija. Recuerdo con nitidez los ojos arrasados de un profesor de la UPV, Pedro Ibarra, cuando nos contaba quién era este sacerdote portugalujo y la lucha que llevaba en El Savador con muchos de sus compañeros para los que la pobreza, la opresión y el continuo pisoteo de los derechos humanos no podían pasar desapercibidos ni en su apostolado ni en su fe.
La Teología de la Liberación, profundamente contestada por el Vaticano a través de Juan Pablo II y del entonces prelado de la Congregación de la Doctrina de la Fe, el cardenal Ratzinger, ponía en solfa la autoridad jerárquica de la Iglesia, su estilo de poder y su tradición de intolerancia y dogmatismo. Denunciaba también la pretensión de infalibilidad la Iglesia y el poder personal excesivo de los papas, que comparaba, no sin ironía, con el del secretario general del PCUS.
Pero además, esta corriente religiosa, a la que se la vituperó sin piedad por considerarla marxista, es básicamente una interpretación de la fe cristiana a través de la experiencia de los pobres. De hecho, Ellacuría dejó escrito que buscaba «un orden distinto que permita una vida humana no sólo para unos pocos, sino para la mayor parte de la humanidad».
Y claro, como no puede existir mensaje más revolucionario para una sociedad aplastada, el ejército salvadoreño organizó un comando de desalmados –llamado Atlacalt– para asesinar al portavoz de la palabra de Dios sin dejar testigo alguno. Veinte años después la Audiencia Nacional ha admitido a trámite la querella contra los catorce militares implicados. ¿Se hará justicia?
o Este artículo lo he publicado hoy en el Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y tiene por nombre Mira por donde.