No me gusta mucho el fútbol, lo reconozco; pero cada vez que veo a Pep Guardiola en las estribaciones del banquillo de Barça, con esa barba que no es barba porque una amiga mía dice –toda convencida ella– que no pincha, con esos trajes oscuros de Armani que ahondan su poco disimulada delgadez, con la corbata como suelta a lo Brad Pitt en Ocean’s Eleven y esa mirada lánguida, sucinta, pero tan convincente que hasta Samuel Eto’o le hace caso y corre como una gacela desbocada por la banda, es que me derrito... de envidia, claro.
Primero, porque ni me caben sus camisas y mi barba desarreglada es algo así como un desconsuelo en comparación con la del noi de Santpedor, que luce –quizás sin saberlo ¿o sí?– aire de intelectual nada relamido cuando se pone brazos en jarras mimando a Messi con los ojos o se abraza sin estridencias con Pujol tras un despeje in extremis.
Segundo, digámoslo ya, porque soy del Madrid y estoy harto de tipos mal encarados en los banquillos al estilo de Bernd Schuster –felizmente decapitado– que parecen comer vinagre, vivir sin que les llegue para pagar el cole de los hijos a final de mes y porque más que hablar, lanzan extraños artificios por la boca ganen o pierdan, empaten o les pregunten si han pensado ya el número de la lotería que van jugar en Navidad. Pero Pep no. Pep se atusa esa barba que no pincha en sus ruedas de prensa, mira a los ojos de los periodistas y rehuye los topicazos con elegancia, sin caer en el realismo mágico aquel de las frases untuosas de Valdano –que me sacaba de quicio con el florido pensil de su retórica– o en la ñoñería habitual de «los partidos duran noventa minutos». Pep, con su corbata sin atragantar y su barba polisémica y distraída, se desliza en la rutinaria pasarela del fútbotcon un señorío que ya lo quisiera yo pa mi Madrid.
o Este artículo lo he publicado hoy en el Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y tiene por nombre Mira por donde.