Las pintadas en Logroño no son ninguna novedad. Pasear por ellas, contemplar sus mensajes y descifrarlas, es una aventura que ha perdido sus riesgos. Hace unos años era más fácil emocionarse porque aquellos mensajes –como el mítico milana bonita de la fachada del Instituto Sagasta– han dado paso a vulgaridades del tenor del tonto el que lo lea.
Un día un grupo de alumnos del Sagasta llegó a clase con un temblor en las piernas. No sabían muy bien la razón pero dos palabras les habían interpelado hasta lo más hondo de sus entrañas. Dos palabras, “milana” y “bonita”, de trazo nervioso y blanco, que aparecieron en una de las paredes de su instituto. Dos inofensivas palabras que les taladraron la mente sin saber las razones pero que describían una angustia poderosamente humana, una razón para vivir que entroncaba perfectamente con los mensajes que les hacía llegar cierto profesor de literatura, que con sus manos, chaqueta e incluso barba embadurnada de tiza, les hablaba de obras como ‘Nada’, ‘Tiempo de silencio’ y claro, Los ‘Santos Inocentes’. Muchos de aquellos alumnos barruntaban que el autor de aquel mensaje no podía haber sido otro que dicho profesor de literatura, que harto de explicaciones sin eco, decidió cambiar la tiza por el spray para llegar a lo más hondo de sus sesudas peroratas. “El medio es el mensaje”, parecía querer decir el adusto maestro al grupo de barbilampiños alumnos de piernas temblorosas, que nunca más osó hacer novillos en unas tórridas clases en las que el mismísimo Umberto Eco hubiera gozado de lo lindo descifrando el alma de la semiótica. Quizás Umberto Eco sabía bien que todo era un espejismo, que el dolor no hay pared que lo aguante y que la literatura breve, tan breve, está condenada por los ácidos industriales que pronto convertirán a las paredes en impolutos lienzos sin posibilidad alguna para los poetas callejeros. Y quizás sea una suerte, porque dejando a un lado los graffitis –algunos de ellos verdaderas maravillas de encriptados mensajes y coloreados hasta la desesperación– el nivel literario de los textos que jalonan la mayor parte de las paredes ciudadanas han perdido el sentido y hasta la más mínima gracia: abundan los insultos, las gurripinas y mensajes fascistas que no merecen ser reproducidos. Las pintadas ahora son caldo de cultivo del mal gusto y de la zafiedad y aunque alguna de ellas describan amores infinitos –“Alejandro, le has dado más luz a mi vida que el mismo sol. Te amo, Cris.”– lo cierto es que de la globalidad de estos actuales iconos anónimos es aconsejable prescindir en un abrir y cerrar de ojos. El medio es el mensaje, decíamos, y también el no mensaje, el vacío más absoluto de contenido y la pauta para una reivindicación la mayor de las veces sórdidamente nihilista: “Si nadie estudia por tí, que nadie decida por tí”, proclama un trazo desvencijado por el tiempo y las estaciones en otro instituto. Casi todo lo demás ensucia. Hay rincones de la ciudad con un aspecto deplorable. Si fueran folios, no merecerían ir ni al contenedor del reciclaje porque la nula imaginación no hay manera de salvarla más que quemandola. Pero las paredes no arden y parecen aguardar estoicas a que los operarios municipales las liberen del peso de tanta vulgaridad, de tan poco gusto y de tanto insulto necio. Ha pasado el tiempo y muchos recuerdan a la “milana bonita” de las paredes de Sagasta, su hermosa interpelación, su solitario trazo que llenó no sólo la pared de aquel recinto, sino el alma de un grupo de alumnos de literatura que jamás ha olvidado el peso de aquellas dos palabras, tan sólo dos palabras, tan humildemente tiernas y tan cargadas de una belleza insondable y esperanzadora.
Fascistas, rojos y lelos
Es sabido que Francis Fukuyama se equivocó de pleno con su artículo “El fin de la historia”, tras la caída del Muro del Berlín, por cierto también pasto de millones de pintadas. Quizás en lo único que acertó aquel pensador –tan de moda en las universidades en los albores de los noventa– fue en predecir el ocaso de la imaginación en los medios escritos. “Como no hay reivindicaciones, lo mejor es no pensar, hacerse el loco y describir a contrapelo la realidad”. De ahí que abunden los yugos, las flechas, las hoces y los martillos y teléfonos inexistentes donde pueden llamar los lelos para insultar sin ton ni son.
o La foto que ilustra este reportajillo (que publiqué en La Rioja un ya lejano domingo de enero de 2002) delata el estado mental de un vecino de Logroño que escribió semejante cosa en una pared cercana a la Calle Laurel. La he encontrado en la interesantísima web bermemar.com