Como tantos jóvenes de la generación de los ochenta me eduqué en cuestiones políticas en medio de un furibundo sentimiento antinorteamericano dominado por la singular superioridad democrática de nuestra izquierda (por supuesto, anticapitalista) y por el odio contra la esencia inequívocamente imperialista de su papel de superpotencia. Eran los años marrones de la revolución sandinista, de la reconversión industrial de Felipe González, de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, del escándalo Irán-contra y de la 'glasnot-perestroika' de Mijail Gorbachov.
Con el tiempo, quizás por la madurez o por la forma en la que se venían desarrollando los acontecimientos en España, comencé a darme cuenta de nuestro carpetovetónico sentido cainita de la política y de la pequeñez que suponía juzgar a los Estados Unidos con esa óptica con la que me habían impregnado en tantas manifestaciones de aquellos estrafalarios 'popes' de una progresía un punto iluminada y bastante intelectualoide en la que creía.
Ahora, casi veinte años después, no me da apuro decir que casi no me reconozco cuando ayer en la cama –a las cinco de la madrugaba– temblaba emocionado escuchando a Barack Obama en su discurso de la victoria afirmar algo tan impresionante y bello como que «en este país, avanzamos o fracasamos como una sola nación, como un solo pueblo. Resistamos la tentación de recaer en el partidismo y las mezquindades que han intoxicado nuestra vida política desde hace tanto tiempo». Y pensaba en España, en mi país, en nuestra clase política, en nosotros mismos y en las mezquindades y partidismos que sufrimos merced a esas inexcusables máquinas electorales que nos gobiernan. No sé qué hará Obama, pero su mensaje es tan bello como patriótico y todos deberíamos aprender mucho de Norteamérica.
o Este artículo lo he publicado hoy en el Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y tiene por nombre Mira por donde.