La pasada semana fui gentilmente invitado por TVR para participar en un debate sobre las corridas de toros. Y acudí, aunque lo cierto es que cuando me llaman para este tipo de discrepancias mediáticas me ruegan en casa que no vaya porque «siempre es lo mismo». Y llevan razón. El discurso antitaurino termina de forma indefectible en la abolición como único argumento ya que estar en contra de la tortura y muerte no tiene vuelta de hoja. De hecho, a los antitaurinos les da lo mismo que las corridas sean la única garantía de supervivencia de una especie única (a la que amamos y admiramos los aficionados como a ninguna otra) y que su hábitat; es decir, las ganaderías, las dehesas, le permita vivir como un animal libre y privilegiado cuando la mayoría de sus congéneres sucumbe bajo la depredación industrial o sencillamente se extinguen en silencio. Pero les da igual, porque para ellos «no existe ni la especie ni la raza de lidia, ni tiene ningún valor ecológico porque es un animal manipulado por el hombre», tal y como me argumentaron. Para ellos el toreo sólo es tortura y nada más que tortura y no tienen ninguna intención de conocer que, por ejemplo, el toro irradia peligro, muerte y que el torero entrega su vida –que es lo mejor que tiene– en un ejercicio de estética, inteligencia y valor que está preñado de respeto, sinceridad hacia el propio toro y honestidad. Los aficionados admiramos al hombre que expone su vida y a la vez nos identificamos con un animal que gracias a su bravura –cualidad absolutamente alucinante– imprime al toreo una serie de retos que ha de ir descifrando en una singular arquitectura a la que llamamos lidia y que supone un arte fascinante. Pero al antitaurino le da igual, no atiende a razones y en cuanto pedimos libertad, educación y respeto, nos comparan con la violencia de género o la pedofilia. Así de crudo.
o Este artículo lo he publicado hoy en el Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y tiene por nombre Mira por donde.