El Parlamento de Cataluña ha vuelto a enfrascarse en una nueva cruzada para abolir las corridas de toros gracias a una inmaculada iniciativa popular emprendida, a buen seguro, por seres humanos dotados de una sensibilidad a flor del piel a los que les conmueve profundamente la sangre de los toros pero a los que parece que no les asalta la indignación cuando en la Ciudad Condal queman a una señora en un cajero o el presidente de dicha institución se gasta las pelas sin ambages en tunear hasta extremos insultantes su impresionante cochazo oficial. Y es perfectamente comprensible porque en estos tiempos de bonanza económica e imperio de las libertades en los que no se cierra ninguna empresa, en los que ningún ciudadano tiene problemas para elegir el idioma en el que quiere que estudien sus hijos o no se clausuran emisoras por discrepar con el poder del tripartito, no queda más remedio que depositar los intereses en cuestiones tan cruciales para la convivencia cívica tales como las corridas de toros. Sin embargo, yo no me lo creo. No. Todo este afán antitaurino viene de lejos y responde básicamente al empeño de las instituciones catalanas para erradicar cualquier cosa que tenga que ver con España de su territorio. Un claro ejemplo es el idioma y el otro, las corridas, hecho que simboliza como ninguno un pretendido colonialismo cultural y la identificación de lo castizo español como tercermundista, zafio, inhumano y cruel. No le den más vueltas: para la Catalunya lliure que quieren imponer Montilla y Carod a base de multas, prohibiciones y decretos no hay nada más subversivo que aguantar a José Tomás parando el tiempo en La Monumental mientras en la calle grupos de intelectuales nos gritan a los aficionados ¡asesinos! o ¡españoles!, a la vez que queman discos de Serrat y Sabina o libros de Boadella.
o Este artículo lo he publicado hoy en el Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y tiene por nombre Mira por donde.