Marisa Sánchez, la del Echaurren, llega al corazón con la misma tersura con la que una brisa de primavera atraviesa los árboles. Quizás sea por aquellas canciones de Celia Gámez que escuchaba de niña en una gramola junto a su madre mientras le dictaba recetas de cocina: un día salado, otro día dulce. Quizás Marisa también llegue a la entraña por esa sutileza con la que se desenvuelve, da igual que sea en la cocina –que la merluza no se arrebate, aconseja en una de sus maravillosas recetas–; o en la misma vida, sacando adelante una familia que es como un sueño y haciendo de una casa de comidas un auténtico paraíso donde brota maná. Pero no un maná estúpido y caído del cielo porque sí. No. Un maná fruto del trabajo y de la perseverancia, de la delicadeza y del respeto. Marisa se sabe cocinera, se siente cocinera y toda su vida ha tenido el empeño de proteger y alentar ese tesoro infinito de la gastronomía de siempre pero dotandolo de una elegancia cabal, de una finura que no se antoja atrevido calificarla como moderna y esclarecedora, como adelantada a su tiempo y fruto de su pasión, de su piel, de su instinto y de su fina ironía riojana. Por eso, se puede explicar que en una receta de pochas con fritada asegure que hay que añadir pequeñas cantidades de agua fría «para asustarlas», o ese frenesí que provoca en las papilas su sopa de pescado, –mecida en tres tiempos– que se inventó para aquella señora de Amorebieta a la que no le sentaba nada bien la leche de vaca por las mañanas, mientras su marido, robusto y cazador, madrugaba con la escopeta por las sierras de Ezacaray. Marisa posee el secreto de la elegancia, conoce a fondo los pliegues de cada cual y desde su sencillez ha cautivado de tal forma, que como escribe Mikel Zeberio, comer en su casa es una experiencia memorable.
o Este artículo lo he publicado hoy en el Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y tiene por nombre Mira por donde y la foto es de Antonio Díaz Uriel.