Las bucólicas campas de Foronda dictaron sentencia: Juan José Ibarretxe será de nuevo el candidato del PNV para las elecciones autonómicas de marzo. Es decir, si gana los comicios el partido de Sabin Etxea –cuestión harto probable en una sociedad dramáticamente marcada por el nacionalismo en todas y cada una de sus vertientes– nos aguardan otros cuatro insoportables años más de soberanismo, amenazas de pintorescas consultas pro-escisión y lo que es peor, de esa terrible e insoportable equidistancia que se mantiene desde las instituciones vascas entre las víctimas y los verdugos, es decir, entre los que asesinan, extorsionan, secuestran, roban, intimidan y pisotean y todos los demás, especialmente los que no son nacionalistas y encima tienen la osadía de creer que la Constitución define un marco de convivencia donde es posible discrepar o pedir la luna. A estas alturas de la película y tras treinta años en el poder (diez menos que Franco), el País Vasco necesita un cambio de timonel con absoluta urgencia: ha llegado el momento de abrir ventanas, sacudir alfombras y airear un edificio en el que sus inquilinos se creen los dueños por la absurda legitimidad que les confiere creerse la esencia misma de la nación. Por eso se antoja absolutamente necesario que el próximo lehendakari se apellide López y que el PSE no vuelva a cometer el error histórico de ceder la presidencia del Gobierno vasco a un PNV derrotado o, lo que es peor, coaligarse con él para salvaguardar alguna votación en Madrid. De hecho, sería un avance democrático extraordinario –por favor, no me tilden de ingenuo– si el PP de Basagoiti y los socialistas vascos de Patxi fueran capaces de formar un gobierno para devolver a Euskadi a la normalidad democrática de un país que necesita respirar otro aire, ver otra televisión y pensar que sin el PNV no se acaba el mundo.
o Este artículo lo he publicado hoy en el diario La Rioja en una serie que sale los jueves y tiene por nombre Mira por donde.