Los toros tienen que ser, por su propia esencia y credibilidad, un espectáculo subyugante, un singular rito ancestral y mágico donde la emoción, el valor y también la ternura –¿por qué no?– inunden cada espacio de ese lugar mágico al que llamamos redondel y donde nos convocamos los aficionados al calor de una pasión enriquecedora, de unas sensaciones que cuando surgen carecen de explicación y nos embargan porque colocan al hombre –por unos segundos– en ese parnasillo donde habita la felicidad. De hecho, los toros, el toreo mismo, son casi la única representación de la antigüedad que sobrevive en esta época a veces estrafalaria de globalizaciones, ‘world wide web’ e hipotecas ‘sub-prime’. Quizás, esta fiesta es lo único que nos liga a los mitos y a la épica sobrenatural de Héctor y Aquiles frente a las murallas de Troya. Por eso, los toreros han de ser seres admirables, personajes capaces de llegar con su dominio y naturalidad a cotas imposibles para los que tenemos cimientos de carne y hueso, no de seda y oro como ellos. Sin embargo, existen tardes –sin ir más lejos, la de ayer– en las que todo el rollo anterior de la épica de las murallas de Troya o de las emociones subyugantes queda barrido automáticamente por esas seis ruinas de toros que saltaron a La Ribera profanando el templo. Seis toros –la mayoría de ellos impresentables, sospechosos de afeitado y febles– que dejaron la corrida arrasada desde el principio hasta el final por su inconsistencia, por su endeblez y por la absoluta carencia en su interior de algo mínimamente parecido a la bravura.
Por ejemplo, el primero de la tarde, un colorado de más de media tonelada que parecía dirigido por ordenador merced a su estúpida indolencia. Miren, andaba por el ruedo con un trotecillo crepuscular, yendo detrás de los engaños como un bobo. Y allí Ponce, mayestático, que le endilgó sin descanso una retahíla interminable de socorridos muletazos al hilo del pitón y sin estrechuras: la difícil facilidad. Después salió el segundo, impresentable por acorne y hueco y con el que ‘El Juli’ estuvo... bullidor. Toda la corrida fue un naufragio y daba coraje ver a Urdiales, loco por probar el jamón de jabugo de las figuras, intentando sujetar al sexto mientras corría despavorido buscando al ganadero: ¿Por qué cría usted estas ruinas? Don Fernando.
o Plaza de toros de La Ribera, de Logroño, casi lleno. Toros de Zalduendo, mal presentados, con indicios de manipulación en sus astas. El primero, feble y perruno; el resto, mansos, sin fuerza y con genio y mansedumbre. Enrique Ponce: silencio tras aviso y saludos tras aviso; El Juli: silencio en ambos; Diego Urdiales: silencio tras dos avisos y silencio tras aviso. Quinta corrida de la feria de San Mateo. Incidencias: Diego Urdiales sufre un esguince de ligamento lateral interno de la rodilla izquierda de grado dos. Es duda para la corrida de esta tarde. Artículo publicado en Diario La Rioja; la foto es de Justo Rodríguez, y corresponde a un pase de pecho al segundo de la tarde.