El sexto de la tarde se llamaba ‘Apresado’. Era un toro hondo, de cuerna engatillada y lucía un pitón izquierdo sencillamente pavoroso. ‘Apresado’ era toro y tío a la vez, tenía cuajo, se frenaba casi siempre, y entre tanda y tanda le gustaba encampanarse en el ruedo para enseñar sus puntas al cielo de ‘La Ribera’, para radiografiar con sus astas cada alamar de quien osara medirse con él. Pero delante, el destino y los papelillos del sorteo le habían reservado exactamente un torero. Ni más ni menos, un torero.
Y me explico. Francis Wolff, catedrático de la Universidad de París, recuerda en su libro ‘Filosofía de las corridas de toros’ que no existe mayor halago para un torero que decirle exactamente eso, que ha estado en torero. Esto resulta extremadamente significativo si lo ponemos en comparación con cualquier otra disciplina. Veamos: si a Cristiano Ronaldo le dicen que ha estado en futbolista en todo caso resulta una redundancia, o a Nadal en tenista o a Alonso en piloto... Ningún crítico en su sano juicio le diría a Mario Vargas Llosa que en su último libro ha estado en escritor. Pero estar en torero –como estuvo ayer Miguel Ángel Perera– encierra valores y sensaciones que van más allá de la mera descripción de la profesión, porque consiste en unir en un solo concepto el derroche de la propia vida, el arrojo concienzudo de quien está convencido de su superioridad y del que controla todo un universo con su muleta. Es el Sol mismo y lo demás gira milimétricamente a su alrededor con un control absoluto de fuerzas, ritmos y gravedades. Por eso, ‘Apresado’, a pesar de su mirada incierta y de esos parones al amanecer de cada muletazo, estaba abocado a embestir. Fue la de Perera una faena trabajosa y larga, una faena en la que fue consintiendo al toro dejando que le rozara con las puntas sus muslos, aguantando frenazos indescriptibles a mitad de cada lance y sujetándose sobre el albero con los talones. Y ahí los toreros, en ese espacio, en ese trance, carecen de escapatoria. U obedece el toro o llega la cornada. Y no dudó ni un ápice y poco a poco, con su mentalización de apisonadora, rebañó cada lance jugándose el corbartín, el gaznate y poniendo los corazones a mil por hora. Y es que por Logroño había pasado un torero. (Artículo publicado en Diario La Rioja, la foto es de Burladero.com).
o Plaza de toros de La Ribera, de Logroño, menos de tres cuartos de entrada. Toros de El Ventorrillo, desiguales de presentación y de muy poco juego. El mejor fue el tercero; el resto fue una lamentable sucesión de inválidos excepto el sobrero, que se lidió en quinto lugar al haber corrido su matador el turno. Este especimen, hondo, serio y muy astifino, desarrolló peligro, miraba por encima del estaquillador y resultó incierto. Morante de la Puebla: silencio en su lote. Miguel Ángel Perera: silencio y oreja tras aviso. Daniel Luque: palmas y silencio. Cuarta corrida de la feria de San Mateo.