Foto: Enrique del Río
A Augusto Ibáñez Sacristán -'Titín III' para el orbe- no le gusta demasiado que le recuerden que es el mejor delantero del mundo. El pelotari de Tricio relativiza los éxitos, les da su propia forma y los expresa con un abrazo a cualquiera de su legión de admiradores o con una furtiva mirada de soslayo a la foto que adorna majestuosa el rebote del Adarraga, su casa, su esencia y su querencia. Cuando se realizó este reportaje, el bar del frontón empezaba a atiborrar sus anaqueles y frigoríficos de refuerzos (vino, cerveza, refrescos, patatas, pipas, golosinas...) y desde el fondo de la cancha -por una portezuela blanca de hospital- apareció casi como una ensoñación Diego Urdiales, que observó detenidamente al de Tricio, entusiasmado con los impresionantes brazos hercúleos del campeón, con el atlas de músculos que se intuía bajo el niqui blanco y su sencilla y cordial sonrisa. «Estás muy delgado», le espetó Augusto nada más ver al matador.
Mano a mano entre un torero de Arnedo y un pelotari caracolero; dos riojanos, dos personajes forjados a sí mismos que sueñan en San Mateo con la feria de Logroño. El campeón, con el rumor imperecedero del frontón cuando hierve entre las apuestas, el humo de los puros, y el sonido seco pero con eco de la pelota; el torero, con el quejido ronco del astado cuando se enrosque en su cintura y domeñe la embestida llevandola a ese lugar que si fuera pelotazale habría que definirlo como los cuadros alegres, como una alegoría del impresionante txoko donde se derrite la cátedra. Diego piensa en redondo. Y Titín en ángulos y líneas rectas. Así de opuesta es la geometría de dos artes en las que se atempera la velocidad, la presión y el miedo para llevar la bola o el toro donde nadie sea capaz de alcanzarlos. Y no hay tregua. ¡Qué no la haya nunca!, suspiran los aficionados.
Intercambio de avíos
La muleta y el capote son los avíos del torero. Diego se los presenta a Titín. Y brota entonces un pudor casi infantil: «¡Cuánto pesan!», exclama sorprendido a sabiendas de que cuando le da la gana y sobre cualquier cancha impone su estrategia, la de siempre, la que le ha convertido en un mito: velocidad, ritmo, rapidez, achique de espacios, anticipación y ese arte suyo de lanzarse donde no llega nadie más que él. Titín, a su vez, le enseña una caja llena de pelotas a Diego Urdiales y le habla de los materiales, de la dureza y de la sutileza que encierran esos cuatro o cinco gramos de nada que son capaces de decidir el resultado final de un partido: «Cada jugador tiene sus preferencias pero las pelotas varían en cada encuentro y a lo mejor la que te esperabas que iba a ser más alegre al final es más perezosa y te arruina». Y Diego asiente y le explica de qué está construida la urdimbre de una muleta o el forro del capote: «Cada torero tiene su forma y los elige tanto por su tamaño, como por su peso. Por ejemplo -asegura Urdiales-, la muleta la coges con la mano pero con lo que tienes que llevar al toro toreado es con los flecos, por eso es muy importante dirigirla bien, tener perfectamente acoplado su vuelo a tus reacciones y la medida exacta a lo que tú desees impulsar en cada lance». Y entonces, como si hubiera una relación de causa y efecto, a Titín le da por coger la pañosa y se marca un natural en la línea de saque. Y Diego se acerca y le explica -como si fueran dos niños absortos- desde donde vendría un imaginario astado galopando por la cancha: «Hazte a la idea de que el toro viene por ahí, entonces le presentas la muleta y muy despacito tienes que hacer que venga por aquí, hacia adentro, que es lo bueno». Y Titín sonríe de nuevo: «Es que tú lo pones muy fácil», bromea el de Tricio que juguetea con la espada de Diego Urdiales. «¿Así hay que ponerse?». Al torero de Arnedo no deja de sorprenderle el piso del frontón: «Es que da la sensación de que te deslizas», asegura con la inseguridad propia de unos mocasines de brillo atenuado y sin punta, pero un punto toreros. A Titín le interesaba la tarde de la oreja Madrid: «Me parece durísimo que los toreros os lo tengáis que jugar todo a una carta. Además, creo que es muy injusto. Nosotros en la pelota podemos tener un día malo, perder un partido... y no pasa nada». Y el matador le explica: «Para todos no es igual, yo he estado mucho tiempo sin oportunidades y si te dan una y la pierdes es casi imposible sacar la cabeza. Por eso mi única obsesión es entrenar sin descanso, mejorar cada día, no creerme nunca que no he fallado en alguna cosa».
Pero la admiración de Urdiales no le va a la zaga: «Has ganado partidos increíbles, y lo que más me gusta es que nunca te vienes abajo. Es más, que cuando más difícil lo tienes es cuando te creces en el castigo y te vienes arriba. En el mundo del toreo eso se le llama casta y ese amor propio tuyo siempre me ha impresionado profundamente». Y Titín lo vuelve a relativizar. «Ya, pero no nos jugamos la vida como vosotros. Me parece increíble la naturalidad con la que estáis en el ruedo con semejantes animales enfrente. Yo sería incapaz», asevera con el capote en la mano el maestro de Tricio.
Y entonces, antes de ir al ambigú del Adarraga a por un refresco, se quedan el torero y el pelotari a solas en el frontón, jugueteando: «Ponla así...». «Uff, increíble cómo te tiras». «Hazme un gancho». No brota el sudor, pero parecen dos niños revoltosos, dos personajes magníficos que tienen la virtud de hacer soñar a los demás cuando les brota la inspiración. (Artículo publicado hoy en Diario La Rioja).