Existe en algunas personas un desconsuelo congénito, un íntimo deseo de impotencia que les hace descargar sus frustraciones en los demás como si depositaran en el fondo de una maleta las fotos más ajadas de su existencia, o lo que es peor, las instantáneas que nunca se pudieron sacar porque cuando el fotógrafo les pidió un momento de atención estaban pensando en cómo anular algún anhelo a uno de sus amigos e importunarle en su felicidad. Quizás el encanto de la vida resida en algo tan sencillo como ponerse en ocasiones en el lugar de los otros; es decir, preguntarse de cuando en vez cómo nos sentaría tal o cual amargura si el destinatario fuéramos nosotros mismos y no un señor bajito que pasaba por allí. Pero no, corazón, la mala hostia se irradia como un algoritmo metafísico y mientras nosotros nos ponemos a cubierto, no importa que caigan chuzos de punta y venablos sobre los demás para experimentar esa honda satisfacción que provoca la jodienda en los cuerpos extraños. Qué no haya tregua, se dicen. No sé ustedes, pero yo conozco a más de uno de estos tipos que lanzan por sistema espumarajos sobre alguien cuando ese ser no está presente. Y si aparece el ser –a veces, el admirado jefe– el tipo se reviene dentro de sí como una cucaracha y se metamorfosea en una alfombrilla para que el amado jefe dé lustre a sus bellísimos mocasines italianos. Y es que los portadores de la mala hostia distinguen cargos y encargos, conocen a la perfección la estructura de las jerarquías y sólo se muestran insumisos con los débiles, con los que no tienen nada que perder y por los que no se despierta su envidia. Y es que la mala baba se suele acompañar por los temibles celos, a pesar de que en el fondo los mocasines del jefe sean un verdadero horror.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja y corresponde a una serie que aparece los jueves bajo el epígrafe de Mira por donde.