Un pincho es una exageración pero en pequeñito. Es como una narración hiperbreve en la que en su sintaxis puede tener cabida casi cualquier cosa: desde un sarmiento hasta una seta; desde un fumé de marisco a un canutillo de patata confitada con polvo de almendras. Porque aunque parezca utópico u obra de uno de esos aceleradores supermodernos de partículas, todo cabe en una de estas tapas a pesar de lo reducido de su arquitectura y de lo efímero de su degustación. Y allí –es decir, aquí– el jurado, con el reto de puntuar sabores, aromas y alquimias de casi medio centenar de estas deliciosas obras de orfebrería en las que aparecieron guisos de oreja, manitas de cordero y hasta un crep de rabo de toro. Había bacalao, trucha, pollo, champi de paloma, vinagre de Módena y huevo de codorniz. Y un corcho increíble que sabía a cebolla roja, pimienta negra y jamón. Sobre todo jamón, porque el cerdo, mire usted, reúne dentro de sí casi todos nuestros anhelos: a veces en forma de extremidad, seca, reseca, e incluso chamuscada. O también en tiras, lonchas o taquitos y bolas. Porque en esto de las tapas o los pinchos no hay leyes, es el estado naturaleza de Hobbes pero en la cocina de un bar. Por eso no me puedo imaginar a una cuadrilla pidiendo para ya ocho ‘delicias de avestruz en tempura de calabacín a los tres colores’. Casi nada. (Artículo publicado hoy en Diario La Rioja).