La verdad es que puede parecer una osadía por mi parte venir a Alfaro desde Logroño a presentarles a todos ustedes a un vecino suyo de fama universal, al que lo mismo pueden contemplar cualquier día por la calle o encaramándose a las faldas del monte Yerga que siendo entrevistado en el New York Times o compartiendo aromas, olores o sabores con Ferrán Adriá, Inma Shara o Gracia Querejeta. Y es que este presentador, más que de cronista y relator de los azares, triunfos y anhelos de la vida de Álvaro Palacios, lo que prefiere es ejercer de corresponsal de sus sensaciones, y el reto que se ha planteado gira en torno a la emoción peculiar que apresuran esa revolución de neuronas y sentimientos que hacen de este alfareño tan peculiar un personaje esencialmente apasionado. Desde pequeño tiendo a desconfiar de los seres humanos que no son capaces de emocionarse por la vida. Recelo de las historias frías de aquellos que se conforman con rumiar sus andanzas hacia sus adentros sin ser capaces de experimentar la alegría y los dones de compartir. Álvaro Palacios es esencialmente todo lo contrario. Los técnicos, periodistas, gurús y los eruditos del vino hablan de él por su capacidad para adelantarse a los acontecimientos, destacan su atrevimiento, su perspicacia, su encanto ¿Cómo no?, y su conocimiento enciclopédico de la vitivinicultura. Y Álvaro sonríe, cierra los ojos y mira a su corazón, porque donde otros ven rendimientos y polifenoles, antocianos, levaduras juguetonas que se elevan como una raíz cuadrada en un mundo cada vez más tecnológico, racional y repleto de tubos de ensayo y de señores con batas blancas en sicodélicos laboratorios, él es capaz de rebuscar en cada terruño un acento insospechado. Mira a la tierra, la estudia, la recorre con la punta de sus dedos de la misma manera que un ciego es capaz de leer en el lenguaje Brayle sólo con la delicada presión de su epidermis. Y precisamente ahí surge el mejor Álvaro Palacios, el que escucha hablar a la tierra, el que es capaz de entender sus susurros, sus melancolías, sus alegrías. El vino es la tierra, el vino nace de la tierra y la tierra parece no tener secretos con este hombre que ha sido capaz de hablar con ella en innumerables idiomas. Miren, si me pidieran que describiera a Álvaro Palacios con una imagen lo haría imaginándomelo de rodillas, con un oído pegado al terruño, con los ojos levemente entornados y un pequeño libro de notas para apuntar las sílabas de los estratos y las arcillas, el rumor mineral que casi nadie como él es capaz de reflejar en sus vinos, sean de Gratallops, de Alfaro o del Bierzo, que son los tres vértices de su triangulo vital.
Dice Álvaro que de pequeño quería ser torero. Y no veas amigo mío como puedo entender ese afán infantil. Ser torero, sentirse torero, vivirse torero, es algo que sólo los hombres que saben escuchar a la vida y a la memoria pueden comprender. Álvaro Palacios entiende la vida porque sabe que el mundo está hecho para los sentimientos, para ser capaz de conmoverse y para aplicar esa receta a todas sus inquietudes. Eres torero Álvaro, lo eres. Por eso ama el flamenco, por eso Álvaro también es flamenco. ¿Y qué es el flamenco? Álvaro. Te lo cuento, se lo cuento a todos ustedes con la voz magistral del poeta Tomás Borrás:
Y ser flamenco es cosa. Es tener otra carne, alma, pasiones, piel, instintos y deseos; es otro ver el mundo, con el sentido grande; El sino en la conciencia, la música en los nervios, fiereza independiente, alegría con lágrimas, y la pena, la vida y el amor sombreciendo; odiar lo rutinario, el método que castra; embeberse en el cante, en el vino y los besos; convertir en un arte sutil, y de capricho y libertad, la vida; sin aceptar el hierro de la mediocridad; poner todo a un envite; saborearse, darse, sentirse, ¡vivir! Eso.
Hace unos días recordé una entrevista que le hice a uno de esos mitos que compartimos, al gran guitarrista Vicente Amigo. Y me dijo con ese acento suyo tan cordobés y errático que tiene, en el que las sílabas afloran perezosas unas tras otras con la misma lentitud de un amanecer, que la música es ordenar las notas y darles un sentido en el tiempo, que la música es recoger los ecos del ayer y hacerlos nuevos con el debido respeto, que la música es como torear, Álvaro, como torear, me dijo. Y no seré yo quien contradiga a Vicente Amigo. Pero la música, el vino y los toros, son tres ejes que sirven no sé si para ordenar, pero sí para elevar nuestros sentimientos. El vino nos hace soñar, tu vino Álvaro, tus vinos nos hacen mejores. Y es que el vino de Álvaro tiene la virtud de parecer que brota desde lo más hondo del tiempo, de un tiempo que él ha sido capaz de detener, de parar, de templar y de mandar. Existe en su manual de agricultor –él gusta definirse así– un exquisito cuidado de la viña; se diría que es capaz de recoger grano a grano cada uva y que se asoma al envero con sigilo. Quizás por eso algunos incautos le llamaron iluminado y no se daban cuenta de que Álvaro es una persona normal que cada mañana se levanta con el mismo afán: hacer cada día los mejores vinos posibles, dignificar –esa palabra la usa mucho– la vinicultura y apostar sin descanso por la variedades autóctonas. Y lo dice y lo cumple, por eso Álvaro habla del tiempo y de la historia con palabras como éstas: La mejor receta para lograr un buen vino es continuar con respeto el legado que nos han dejado nuestros antepasados. Esos viejos viñedos tradicionales llenos de carácter que hacen los vinos más genuinos. La tecnología y la modernidad en los viñedos de nuestra tierra, en la mayoría de los casos sólo consiguen buenos vinos en el segmento medio, que es de lo que vive la industria. Pero los vinos grandes, los vinos de ensueño, son los de nuestro pasado. Y digo yo, los vinos grandes, los vinos de ensueño son los tuyos, Álvaro, agricultor, enólogo, torero y por qué no decirlo, un soñador que hoy tiene ante sí uno de los momentos más hermosos que le ha deparado el destino, pregonar en Alfaro, en su Alfaro y ante toda su gente, las fiestas de su vida.
(*) El sábado tuve el honor de presentar en Alfaro al pregonero de sus fiestas, que en esta ocasión fue el bodeguero Álvaro Palacios. Posteo aquí el artículo que redacté para la presentación. Las fotos del acto son obra de la compañera periodista Mar Ruiz, corresponsal de Diario La Rioja en esta bella localidad riojana, y la foto de Álvaro Palacios con el capote es obra de Fernando Díaz.
o Se puede acceder desde aquí a la emotiva crónica de Mar Ruiz publicada hoy en Diario La Rioja.