sábado, 30 de agosto de 2008
España en llamas
Paseando el otro día por la feria del libro a ver si me encontraba con el Santo Grial me di de bruces con 'España en llamas', una de las mejores obras de fotoperiodismo sobre la Guerra Civil española. Este libro lo tenía mi padre en casa y desde pequeño me fascinó por la crudeza con la que describía los horrores de la guerra, el sadismo, los esqueletos expuestos en las iglesias de Barcelona, la claustrofobia de las checas, los fusilamientos en las plazas de toros y las horrorizadas caras de los niños de Madrid cuando los saviolas italianos bombardeaban la capital de España ante el estupor, el miedo y el cofre de cemento con el que protegieron a la diosa Cibeles de los obuses asesinos. Aquel libro, mil veces visitado, pasó a formar parte de mi conciencia al igual que los poemas de Bécquer, 'El Árbol de la Ciencia' o Starsky y Hutch. Probablemente no entendía nada de lo que pudo llevar a que los españoles se mataran -solos y con ayuda de otros- entre sí. Tampoco comprendía el gesto de Azaña, la soledad de Besteiro o los bombachos de Indalecio Prieto mientras atendía los consejos de Miaja o de aquel general llamado 'El Campesino', que fue todo un personaje. Del otro lado, Mola con sus gafas redondas, Franco o la arrogancia de los camisas negras italianos paseando sus penachos por Barcelona años después de que Andreu Nin -héroe de la izquierda antiestalinista- fuera asesinado por los sicarios del ogro de Moscú. Eran españoles y se descuartizaban entre ellos por la República o por Dios, por la justicia social o por la revolución, por los principios sagrados del imperio o por la dignidad perdida de una nación de la que decían que se encaminaba al desastre. Después de mucho tiempo sin depositar mi mirada en aquellas terribles instantáneas, al verlas de nuevo, al colocar mis dedos en las páginas, evoqué las sensaciones de un niño que no podía apartar los ojos de la mirada de desesperación de la pobre gente que no entendía ni de naciones ni de grandes proclamas, de imperios perdidos, de honores arrebatados o de no se sabe qué parias de la tierra. Aquella pobre gente no entendía nada, sólo padecía los sufrimientos, la muerte y las miserias de una guerra vil y fraticida. Ahora, tantos años después y con los recuerdos calientes del treinta aniversario de la muerte del dictador, lo sigo sin entender, como cuando era niño y leía el 'Árbol de la Ciencia'.