viernes, 18 de julio de 2008

Torerazo ¿o no?

Acabo de llegar de unas minivacaciones en Gran Canaria, una isla que parece un continente, con sus brutales locuras urbanísticas incluidas pero también con infinidad de lugares para perderse en cualquier atardecer. Viajé en catamarán, Super Cat, se llamaba el bicho; paseé por playas que se unían con dunas caprichosas mecidas por la mano del viento y en las que en la arena abrasaba las plantas de los pies como si fueran sarmientos incandescentes. También tuvimos tiempo para callejear por la capital y disfrutar de sus preciosas avenidas con ese añejo sabor de las ciudades del trópico. Sin embargo, hubo un día en el que tomamos una pequeña carretera para recorrer la fachada de barlovento, para atravesar y rebuscar esos lugares que se te quedan grabados para siempre en el corazón y en una playa rocosa, La Aldea de San Nicolás, apareció Álvaro y se atrevió a lancear las olas y el viento con su muleta imaginaria, garabateó naturales, una buena tanda por la derecha e incluso le anotamos un kikirikí antes de emprenderla con la merienda a regañadientes...

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