Me permito reproducir este magnífico artículo de Santiago González, aparecido en El Mundo.
A veces, sólo a veces, una voz de mujer se eleva en el páramo vasco para hablar en nombre de la humanidad. Por encima de las conveniencias, por encima del silencio que han adoptado como norma sus compatriotas masculinos, una mujer vasca se atreve a lo que no osa la mayoría de los hombres. El sábado fue Ana Iríbar, hace cinco años, Maite Pagazaurtundua, y en medio un largo etcétera de nombres: la madre de esta última, Pilar Ruiz Albisu; Mapi de las Heras y Pilar Elías, viudas de Fernando Múgica y Ramón Baglietto; mujeres curtidas de funerales que han hecho de la política su oficio: María San Gil, Rosa Díez y tantas otras. Fue Maite Pagaza la primera Antígona que se atrevió a negar a Ibarretxe un lugar en el velatorio de su hermano. Su madre se plantó, no ya ante Creonte, sino ante un Patxi López que entonces no se atrevió a exigir al PNV la destitución del alcalde de Andoain, por la villanía de aceptar el asesinato de un subordinado suyo: el jefe de la Policía Municipal, Joseba Pagaza. Ahora ha sido Ana Iríbar la que ha subido a una tribuna para expresar su desprecio a un gobernante que no supo estar a la altura. Trece años después del asesinato del popular Gregorio Ordóñez, el Parlamento vasco ha puesto una placa de bronce con su nombre junto a la del socialista Fernando Buesa. En el mismo Parlamento en el que el entonces portavoz del PNV, José Antonio Rubalkaba, se dirigió a los escaños que ocupaban los partidos de ambas víctimas para reprocharles: «Ustedes no hicieron nada (por la paz) mientras otros nos estábamos jugando el bigote», en un escalofriante juego de inversión. Hay que recordar a Regina Otaola, alcaldesa en ejercicio de Lizarza, pueblo que en el mandato anterior fue regido por Joseba Egibar. El dirigente nacionalista tomó posesión de la alcaldía el 14 de junio de 2003. Dio un paseo por el pueblo, mientras los paisanos le gritaban «¡lapurra!» (ladrón), y no volvió en los cuatro años siguientes. Los asuntos municipales que requerían su firma eran despachados por él con la secretaria del Ayuntamiento en un hotel de Tolosa. Hay que hablar también de Itziar Lamarain, esa concejal de Mondragón sola frente a los insultos radicales para exigir a la alcaldesa de ANV que condenara el asesinato del socialista Isaías Carrasco. Incomprensiblemente, los cuatro concejales del PSE, ausentes, anunciaban que no acudirían a ningún pleno hasta que el PNV se comprometa a suscribir la moción de censura contra Galparsoro. En el País Vasco hay 34 ayuntamientos presididos por ANV. En ninguno de ellos ha condenado el alcalde el crimen de Mondragón, sin que se haya detectado plante alguno por los compañeros de partido de la víctima. Hay que citar con respeto a Cristina Cuesta, la primera víctima que levantó su voz en un acto público de San Sebastián para reclamar la unidad y la palabra. El legendario matriarcado vasco ha soportado sobre sí la fantasía de un pueblo indomable cuando, en realidad, son mayormente mujeres las personas que resisten. Euskadi es la demostración de la inanidad científica de una leyenda universal: la que relaciona cualidades como el coraje y el heroísmo con la hombría, atribuyéndolas erróneamente a la actividad del par de glándulas de secreción interna que suele colgar de la entrepierna a los varones. Las mujeres vascas, Ana Iríbar, todas las citadas y muchas más, no necesitaban paridades. Ellas han acreditado en cuantas ocasiones han tenido un valor y un sentido de la dignidad mucho más altos que el de sus pares masculinos en la triste sociedad vasca. Muy superior, incluso, al de sus dirigentes. Bienaventuradas sean.