Hay una luz en Sevilla inmaterial, una luz que parece flotar, y que sin embargo se puede tocar porque te acaricia. Mantiene un contraste tenue, una superposición de párpados que se cierran y se abren, dilatados, a compás de un colorido que sólo surge en La Maestranza. Y no sé las razones, pero sólo lo veo en ella, en su verdad, en el brillo de unos alamares que no deslumbran pero que imponen, que no arrebatan pero que dejan vislumbrar su alegre y ceremonioso tintineo. La luz de los toros en Sevilla es incomparable. Y aparece de súbito, como las bellísimas fotos de nuestros amigos de Campos y Ruedos, que lo bordan y la captan, que te la ponen, como diría un castizo, a huevo. Pero esa luz se multiplica con el toro y resbala por sus lomos de bravura, por esa mirada fija de animal encampanado, con las pezuñas quedas, con los lomos brevemente espigados para emprender carrera cuando sea necesario. El torazo de Victorino es gótico flamígero, con su la penca del rabo enhiesta y vigilante, con los ijares metidos, con un morrillo sin estridencias que se monta sobre un cuello poderoso y atlético. La proa mira al horizonte y el bello escorzo del gesto levemente inclinado hacia la izquierda deja contemplar unos pechos profundos y la lontananza de un vientre recogido. He ahí un Victorino clásico, pelín asaltillado, sin exageraciones, sin un gramo de más, con un fondo en la mirada de auténtica nobleza, de orgullo de ser toro y sentirse el Dios encendido de una fiesta incomparable.
o Pinchar aquí para contemplar y emocionarse con las bellísimas fotos de Yannick Olivier, sitas en su web Campos y Ruedos.