Por faenas como ésta me gusta el torero a caballo. Sí, ya lo sé, pero entre muchos aficionados que se consideran fetén viste mucho de decir (y menospreciar a la vez) el denominado número de los caballitos. Y desde luego que todos no son Hermoso de Mendoza ni torean así; faltaría más. Y es que Pablo Hermoso de Mendoza ha convertido el arte del rejoneo en una disciplina alucinante porque es capaz de hacer con sus caballos y ante el toro verdaderas faenas, cabriolas y piruetas, trincherazos, desplantes y contorsiones que parecen imposibles, inauditos. Se puede antojar inverosímil, pero es verdad. Los caballos flotan sobre el ruedo ante la mirada atónita de una afición que se contagia al momento de la expresividad que logra con sus monturas. Y así lo hace, navega a dos pistas por todo el anillo. Una y otra vez, más templado por dentro cuando el caballo torero dibuja, a lomos con el estellés, una preciosa sinfonía ecuestre, como aquella media verónica rebozada por los adentros en el más puro estilo del maestro del mechón blanco con cuyo apellido ha sido bautizado este maravilloso Chenel.