Es posible que la tierra sea redonda; no lo dudo. Es posible, quizás, que las lucecitas que tintinean por la noche sean estrellas que se sujetan por si solas en el firmamento. Es posible, casi seguro, pero me pilla demasiado lejos para sentirme sobrecogido como ayer en Mansilla. Sobrecogido por la ausencia devastadora de agua, por su poder arrasador, por las piedras muertas que hablan desde su impostura de la desaparición que viene de forma inesperada. Apenas hay agua embalsada y como sombras surge la ruina más patética, la desolación de los árboles fosilizados, del limo del fondo que se rompe como una cuartilla reseca, de los puentes, de los minerales yertos, del lomo de las aceras que brillan oscuros. Las piedras, derrotadas, aguantan las miradas de los curiosos, que por cientos o miles, pisamos sin rubor las calles que un día contuvieron la vida. Nicolás, un antiguo vecino, mira con ojos vidriosos la casa de sus padres, la iglesia donde lo cristianizaron o el esqueleto del frontón donde llegó a jugar el gran pelotari Barberito en unas fiestas. Da miedo y pavor asomarse al cinturón hasta donde llegaba el agua y saberse en el fondo del embalse; escrutar las piedras que como montones de monedas se desmoronan por el paso incesante de los turistas y los juegos infantiles de sus hijos. Y los fotógrafos aficionados, como yo, haciendo de las suyas, buscando entre los cascotes la huella de la vida, de las familias, de los corazones que se quedaron para siempre enterrados en el olvido por un Plan Hidrológico que se remonta a los años de la República. "Mis tierras estaban al otro lado del pantano y tuve que aprender a remar para ir a trabajar", relata Nicolás. O la casa de los que hicieron la obra –treinta años de trabajo– de la que sólo quedan un hilera de lamentables pilotes. Todo está muerto e inquietantemente quieto y apagado. Todo está desaparecido. Sólo quedamos los turistas, que hemos convertido a la muerte en una especie de parque temático de la desolación.